Sábado 9 de agosto, 2003. San José, Costa Rica.

¿Cómo juzgas al prójimo?

Mons. Román Arrieta
Arzobispo Emérito de San José

Una de las expresiones más convincentes del amor al prójimo a que nos llama Cristo, es juzgar con bondad y caridad las intenciones que mueven al prójimo a actuar de una determinada manera.

A esto hemos de acostumbrarnos, ya que la tendencia generalizada es a juzgar mal de las intenciones de nuestros semejantes.

Los ejemplos abundan. Si alguien es atento y bondadoso con su prójimo, lo justo sería pensar que, iluminado por la fe, lo hace porque descubre en él la imagen de Jesucristo. Pero no faltan quienes se digan en sus adentros: “¡Quién sabe tras de qué anda! Seguro es que quiere sacarle algo y eso es lo que explica sus atenciones”.

Si un hombre ayuda a una mujer viuda y con hijos a sustentarlos y educarlos, en lo que menos piensan muchos es en que lo haga para cumplir con un deber de caridad y con aquello que Jesús nos dice en el Evangelio: “Todo lo que hicisteis con uno de mis pequeños que en mí creen, conmigo también lo hicisteis”. ¡Qué va! Todo lo contrario: es que tiene interés en ella, que quiere seducirla.

Movidos sinceramente por atesorar tesoros no en la tierra, sino en el cielo, como nos lo pide Jesús, hay muchas personas que, aun a costa de sacrificios, ayudan a sus prójimos sin esperar la más mínima recompensa en este mundo. Pero sobran los seres mezquinos, porque no se les puede llamar de otra manera, que no solo piensan, sino que dicen que, si lo hace, es porque no halla qué hacer con el dinero que le sobra, o porque quiere recibir alabanzas como lo hacían los fariseos.

Muchas personas cristianas, cuando hablan o escriben por la prensa, lo hacen con el único de deseo de poner un granito de arena hacia la construcción de un mundo mejor para todos; un mundo más justo, más humano, más fraterno, un mundo del que desaparezca la violencia y en el que resplandezca la paz. Pero más de uno piensa que lo hacen por vanidad, para darse a conocer, para buscar glorias y alabanzas terrenas.

Que todos hagamos lo que nos corresponda para cambiar esas actitudes. Al juzgar sobre las intenciones de nuestros prójimos, hagámoslo positivamente.

Gracias a Dios, quedan todavía muchos hombres y mujeres en el mundo que conocen el Evangelio y se esfuerzan por cumplirlo; que creen en el supremo mandamiento del amor y se empeñan por vivirlo; que están firmemente convencidos de que la única recompensa que debemos buscar por todo aquello que hagamos movidos de las más nobles intenciones, es la que Dios nos conceda en la eternidad.

Quien siempre juzga mal de las intenciones del prójimo, lo hace por envidia, por mezquindad y, lo más triste, porque Dios no está en su corazón, y ésa es la peor de las desgracias.

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