Lunes 29 de diciembre, 2003. San José, Costa Rica.



 

Sin contacto El piloto Elferf Arrieta Guevara convalece en su casa en Barva de Heredia, donde aprovecha el tiempo para estudiar aviación, según dijo el 24 de diciembre a las 11 a.m.

Milagro en el aire

Rodolfo MARTIN / Al Día

Barva, Heredia.- Acababa de despegar esa mañana del 3 de noviembre del aeropuerto de Golfito cuando, a 200 metros del suelo, no pudo sostener el avión. Luego, la desesperación, el silencio, la caída y volver a vivir.

Curiosamente, esa altura, esos “pocos” metros que lo separaban del suelo, fueron los que, a la postre, le permitieron al capitán Elferf Arrieta Guevara sobrevivir a un sorpresivo y violento percance.

“Algunos días después, cuando me llevaron las fotos que publicaron los periódicos sobre el accidente, pude comprobar que a como había quedado el avión, era para que a mí me hubieran sacado muerto. No hay duda. ¡Dios me dio una segunda oportunidad para seguir viviendo y continuar al lado de mi familia!”, relata un hombre.

Además:

  • Prodigio en Bahía Drake
  • Tragedia superada
  • Arrieta, quien esa particular e imborrable mañana regresaba a Puerto Jiménez, de donde había salido, trabajaba en su pasión y trasladaba a tres enfermos para el hospital de Golfito.

    Eso sí, el accidente aéreo siempre cobró su precio. 56 días después del percance, Arrieta aún permanece incapacitado por las múltiples fracturas que recibió tras el impacto y cuando quedó prensado entre el asiento y los pedales de la aeronave.

    Igual suerte corrió su copiloto, Steven Garbanzo, quien sufrió fractura de fémur, un severo golpe en la cabeza y que permanece hospitalizado en el albergue del INS. Ambos trabajan para una empresa de taxis aéreos que opera en la zona sur.

    La emergencia, recuerda el piloto de 30 años, habría surgido por una sorpresiva ráfaga de viento que le hizo perder el control del avión, momentos después del despegue.

    Ráfagas inesperadas

    “Por más que intentaba controlarlo el mismo viento no me dejaba aumentar la velocidad. Los verdaderos problemas comenzaron a surgir cuando me percaté que, por la pérdida de altitud y sustentación, iba a caer sobre un caserío”, narró a Al Día el piloto en su casa en la urbanización El Jardín, en Santa Lucía de Barva.

    Su relato continúa, intenso, segundo a segundo, como si lo viviera nuevamente.

    “De inmediato, pensé que había que disminuir la magnitud de la tragedia, por lo que comencé a luchar para que el avión regresara a la pista”, dijo Arrieta, casado desde hace un año y dos meses con María Fernández, con quien tiene un hijo de un año.

    “A lo largo de la emergencia, estuve concentrado en ver cómo salvaba el avión hasta el instante cuando impactáramos contra el terreno. A partir de ese momento, sufro de algunas lagunas mentales, porque solo guardo en mi memoria muy concretos momentos”, añadió.

    Luego, el piloto recuerda haber despertado en el hospital de Golfito. Tiene presente cómo algunos colegas lo trasladaban en otra avioneta hacia el hospital San Juan de Dios y cómo, a su llegada, lo esperaban su esposa y su madre para decirle que pronto se recuperaría, que lo amaban y le necesitaban para seguir adelante.

    Los días han pasado. A pesar de lo vivido, Arrieta no piensa en dejar la aviación, el vuelo, su vida, su pasión.

    “Esta profesión es mi oficio. Imagínese que estudié una carrera más corta, como lo fue administración aduanera, para poder financiarme la de aviación”, declaró justo. Poco antes de la entrevista, había estudiando porque en el futuro quiere optar por una plaza en aerolínea.

    Paso a paso su avance continúa. Por ahora no solo es piloto, sino que también ya obtuvo la licencia de instructor.

    Minuto a minuto, Arrieta sueña con el día en que saldrá de su apartamento hacia la rampa del campo de aterrizaje de Puerto Jiménez, para cumplir con la obligada revisión de la aeronave antes de emprender un nuevo despegue. Uno más, otro más.


    Mi vida cambió “A partir de ese día le doy otro sentido a la vida. No me he vuelto a montar en aviones y dudo si lo haré en un futuro”, declaró Rigoberto el 3 de diciembre, a las 2:30 p.m., en la escuela Ana María Guardia, en el INVU Kilómetro Tres de Golfito. Allí es maestro.

    Prodigio en Bahía Drake

    La historia de las 13 personas que se salvaron el 2 de julio en una emergencia aérea

    Rodolfo MARTIN / Al Día

    La vida le hizo un guiño a Rigoberto Núñez Salazar este 2003. Y está vivo este diciembre para contarlo.

    Núñez Salazar, de 50 años, fue uno de los 13 pasajeros que, el 2 de julio, sobrevivieron a una emergencia cuando una aeronave de SANSA que cubría el trayecto Golfito-San José, con escala en Drake, debió hacer un aterrizaje forzado en Playa Ballena, Osa.

    La emergencia no pasó a más por la pericia de la tripulación, compuesta por Sergio Cabrera y José Rodríguez.

    “A partir de ese día le doy otro sentido a la vida. No me he vuelto a montar en aviones y dudo si lo haré en un futuro”, declaró en la escuela Ana María Guardia, en el INVU Kilómetro Tres, de Golfito, donde es maestro.

    Núñez nos habló el 3 de diciembre cuando lo buscamos para que reconstruyera el impacto que ese acontecimiento tuvo en su vida.

    El corazón me estallaba

    “Todo comenzó con un estruendo que aún lo tengo aquí”, recuerda Núñez, mientras con sus dedos índices presiona las sienes de su cabeza.

    El sobreviviente, oriundo de Piedades de Ario, en Cóbano de Puntarenas, recuerda cómo la hélice se detuvo y cómo se volvieron a ver el piloto y el copiloto. Especialmente, por la forma como el primero le indicó al segundo que observara hacia el ala derecha.

    “Acabábamos de pasar por la Boca de Sierpe, donde, apenas unos días atrás, asistí a una reunión con los vecinos en representación de la Junta de Desarrollo Regional de la Zona Sur (JUDESUR). En ese instante, sentí que entrábamos en picada y que el mar se nos acercaba vertiginosamente. Volví a verme las manos y estaban blancas. Me pregunté ¿a dónde se me fue la sangre?”, comenta Núñez, quien hace siete años quedó viudo y hoy intenta sacar adelante a sus hijas Slavidja e Irina, de 20 y 21 años, y a Rigoberto, quien nació al morir su madre, Evangelina Arroyo González.

    Los momentos de tensión, a partir de ese instante, se volvieron eternos. “Un extranjero, que estaba al lado mío, comenzó a buscar un salvavidas hasta que lo encontró y se lo colocó. A partir de ahí, puse todo en manos de Nuestro Señor”.

    El avión, según dice, continuó en picada hasta que, en determinado momento, se percató que el piloto y el copiloto discutían sobre la oportunidad de aterrizar.

    La tripulación, piensa, inició el descenso a una increíble velocidad. En ese instante, los principales hechos de su vida pasaron rápidamente por su memoria.

    “El pánico era tremendo. Sentía que el corazón me estallaba en mil pedazos. Escuché otro ruido fuerte como el que hace la chatarra cuando es golpeada. El avión había tocado suelo pero, lejos de tranquilizarme, la angustia continuaba porque iba a toda velocidad. Yo me pregunté: ¿y ahora quien para a este avión?”, dijo.

    El ala derecha, de manera intempestiva, pegó contra un arbusto y casi, como por milagro, el avión se detuvo.

    Y fue ahí cuando recordó que no tenía por qué ir en ese avión.

    Un comprobante

    El profesor viajaba a San José en donde esa tarde debía asistir a una reunión de junta directiva de JUDESUR.

    Los demás compañeros habían salido un día antes. Él no pudo hacerlo en el primer vuelo porque debía asistir a una escuela por la mañana. Una vez que terminó las asignaciones de ese día, salió en carrera hacia el aeropuerto.

    Sin embargo, al llegar, el empleado de SANSA le dijo que no podía viajar porque no portaba el segundo comprobante.

    Núñez lo había dejado en la oficina. Inmediatamente, llamó por teléfono para que se lo llevaran al aeropuerto. Sin embargo, nadie contestaba, por lo que decidió salir de prisa a traerlo.

    El vuelo ya estaba listo para despegar. Al volver con el documento, únicamente lo esperaban a él.

    La primera parte del viaje, hacia Drake, transcurrió de manera normal. Ahí se montaron unos turistas sin que ellos, y la gente que ya viajaba, supiera lo que estaba por venir.


    Recuperándose La madre de la menor, Lisette Arroyo, pidió que no se le tomaran fotos a la niña, que vive en esta casa en El Bambú, Limón.

    Tragedia superada

    Mónica UMAÑA D. / Al Día

    Una vocecita al otro lado del teléfono saluda con una sonrisa pícara y acogedora: “Hola, ¿cómo está?”.

    Es la voz de Lisette Arroyo Mercado, la niña que el pasado 13 de octubre fue atropellada por un tráiler frente a la escuela Atilio Mata, en barrio San Juan de Limón.

    Y es que esa sonrisa, con la que contesta el teléfono, evidencia que Lisette trata de superar los tristes momentos tras el accidente. En éste perdió una pierna.

    Desde entonces, aprendió a movilizarse en una silla de ruedas y mantener la ilusión viva. “Quiero estudiar medicina, siempre me ha gustado”, dice la pequeña.

    Los amigos de la escuela aún la visitan en su casa y, de vez en cuando, le pide a su madre, Ofelia Mercado, que la saque al patio, o ella misma se moviliza en una andadera para llegar hasta el televisor.

    “Ellos (los amigos) me visitan y eso me da mucho ánimo. Este año la pasé bien, a pesar de lo que me pasó”, explica Lisette.

    En el accidente murió la amiga de Lisette, Jenny Isabel Chavarría Ferrofino, de 5 años.

    Según la madre de la Lisette, ella está muy bien y ha salido adelante a pesar de la tragedia, que este año puso a la pequeña al filo de la muerte.

    “Ya ella superó el 95 por ciento de lo mal que se sentía tras el accidente, y estamos esperando que la Caja nos de una prótesis. Por dicha Lisette está mejor, gracias a Dios”, relata la madre.

    El Seguro Social, dice, prometió la entrega de la prótesis en marzo próximo.

    Por lo pronto, la menor juega con los peluches y muñecos que recibió esta Navidad, y sueña con un televisor y una beca para seguir estudiando.

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