Domingo 28 de septiembre, 2003. San José, Costa Rica.

Nuevos ataques a los derechos humanos

Andrés Oppenheimer
Corresponsal extranjero y columnista de The Miami Herald y El Nuevo Herald

¿Existe una toma del movimiento internacional de derechos humanos por parte de grupos totalitarios e, incluso, terroristas? ¿O estamos viendo una caza de brujas impulsada por la derecha?

El debate en torno a estas preguntas cobró fuerza tras la reciente elección de Libia –sí, la Libia de Moammar Ghadafi– a la Presidencia de la Comisión de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Como si eso no fuera suficientemente ridículo, la misma Comisión incluye a algunos de los regímenes más represivos del mundo, como Cuba, China, Sudán y Siria.

La controversia está subiendo de tono después de las acusaciones de Estados Unidos, España, Colombia y otros países democráticos, en el sentido de que cientos de grupos de derechos humanos actúan como frentes de agrupaciones terroristas. Estas acusaciones se han hecho cada vez más frecuentes tras los ataques del 11 de setiembre del 2001, y amenazan con manchar a toda la comunidad de derechos humanos.

Días después de los atentados contra Nueva York y Washington, el presidente George W. Bush dijo que “ciertas ONG (organizaciones no gubernamentales) sirven como fuentes, como mecanismos de financiación, de organizaciones terroristas”. España hizo cargos similares contra grupos sospechosos de tener vínculos con el grupo terrorista ETA.

Y, pocos días atrás, el presidente colombiano Álvaro Uribe, cuyo país está enfrascado en una guerra contra la narcoguerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), creó una tormenta política al decir que muchos grupos de derechos humanos son “politiqueros al servicio del terrorismo”.

En un discurso en el pueblo de Chita, poco después de que las FARC detonaran una bomba montada en un caballo, que dejó 8 campesinos muertos y 20 heridos, Uribe preguntó: “¿Dónde están los actos de solidaridad, siquiera las expresiones de solidaridad de tantos hablantinosos (charlatanes) de derechos humanos?”.

Días antes, la Plataforma Colombiana de Derechos Humanos, una coalición de 80 ONG, publicó un informe titulado “El embrujo autoritario”, que critica fuertemente a Uribe.

El informe, de 175 páginas, habla de miles de víctimas causadas por fuerzas gubernamentales y paramilitares de derecha, pero no contiene un solo capítulo sobre las muertes causadas por la guerrilla, según se quejan funcionarios colombianos.

La Unión Europea y varias organizaciones internacionales de derechos humanos, como Human Rights Watch y Amnistía Internacional, reaccionaron con enojo. Según ellos, al no citar por su nombre a las ONG sospechosas de tener vínculos terroristas, Uribe puso en peligro a toda la comunidad de activistas de los derechos humanos.

Estas críticas a Uribe son válidas. Aquí no se trata de manchar la reputación de las ONG, sino que es una cuestión de vida o muerte: muchos valientes activistas de derechos humanos han sido víctimas de grupos paramilitares de derecha en Colombia, simplemente, por hacer su trabajo honestamente.

Sin embargo, las declaraciones de Uribe son aplaudidas por muchos colombianos, para quienes el rótulo de “derechos humanos” ha perdido todo prestigio. Más del 95 por ciento de los colombianos está en contra de las FARC, y Uribe cuenta con un 65 por ciento de popularidad, uno de los niveles más altos en Latinoamérica.

Quizás sea hora de que –no solo en Colombia, sino en toda América Latina– los políticos y los periodistas seamos más selectivos al emplear el término “derechos humanos”.

¿Tiene sentido calificar de grupos de “derechos humanos” a las ONG colombianas que no condenaron el carro bomba que destruyó el club El Nogal, o el caballo bomba de Chita?

¿Tiene alguna lógica que califiquemos de “líder de los derechos humanos” a la presidenta de las Madres de Plaza de Mayo de Argentina, Hebe Pastor de Bonafini, quien dijo en un discurso el 29 de setiembre del 2001 que, “cuando pasó lo del atentado (del 11 de setiembre) y yo estaba en Cuba visitando a mi hija, sentí alegría”?

¿Deberíamos considerar como “dirigente de los derechos humanos” a la premio Nobel guatemalteca Rigoberta Menchú, que firmó un documento de apoyo al presidente vitalicio cubano, Fidel Castro, poco después de que éste condenara a 25 años de prisión a 75 opositores pacíficos que pedían democracia?

No lo creo. Llamémoslos dirigentes políticos, o activistas sociales, pero llamar dirigentes de los derechos humanos a quienes celebran el terrorismo o la represión es una aberración.

Quizás es hora de que los grupos de derechos humanos más objetivos, como Human Rights Watch y Amnistía Internacional –que critican tanto al gobierno como a los guerrilleros en Colombia, y a países de derecha e izquierda– formen una coalición entre ellos para proteger su prestigio.

Eso permitiría darle un control de calidad al movimiento de derechos humanos, sin intervención de los gobiernos ni interferencia en los derechos de los grupos radicales a expresarse libremente. Ésa sería la mejor forma de proteger a los grupos más honestos, y evitar la devaluación del término “derechos humanos”.

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