Perspectivas
Un diamante en el Hudson Ovidio Muñoz
Es cierto: Nueva York no duerme nunca. A las tres de la mañana, con un frío de nevera, algunos trasnochados buscan calor bajo los bombillos suspendidos sobre las bancas en algunas paradas del metro.
El viento barre hojas amarillas, rojas y cafés lanzadas por el otoño al paso de los propios y los extraños que van y vienen, encandilados por Times Square donde se fotografían de espaldas a las pantallas gigantes que aúllan en todos los colores.
Es de madrugada y pienso que los fantasmas del terror pasean por la reabierta estación de World Trade Center –desde donde puede verse las heridas abiertas de las Torres Gemelas–, el lugar menos pensado para encontrarse con Jorge Luis Borges, Truman Capote y John Lennon, con frases suyas refiriéndose a la ciudad amada.
Es decir, entre las ruinas de la tragedia es posible el arte, la palabra, el origen de todo.
“Amo Buenos Aires, París, Londres, pero Nueva York es como la antigua Roma, la capital del mundo”, dice el escritor ciego desde una enorme tela translúcida.
Por allí caminan muchos de los cuatro millones que cada día abordan el subterráneo. Algunos –los más sensibles, los turistas, los recién llegados, supongo– se arriman a la malla que rodea la Zona Cero y ven para adentro, hacia la mañana del 11 de setiembre del 2001.
Estando allí es inevitable mirar para arriba, tratar de imaginar hasta dónde subían los edificios hermanos. Conmueve la rosa roja fresca enredada en la tela metálica, una lista con nombres, la enorme cruz de hierro vista en tantas fotos y que, se supone, es la única parte de los esqueletos de acero que quedó en pie...
Trato de construir en la memoria el golpe de los aviones estrellándose en las alturas... Me silencia el recuerdo de quienes se lanzaron al vacío aquel martes. Nueva York está de pie, pero nunca será la misma. Aquel 11 la marcó de por vida.
Frente a donde estuvieron las Torres hay una iglesia de 238 años.
Una placa cuenta que resistió el gran incendio de 1776, que casi acaba con toda la ciudad, y también soportó la sacudida del derrumbe de los gigantes al otro lado de la calle.
Es el edificio más viejo de Manhattan que sigue en uso, aparición inesperada en medio de los rascacielos, muestra de la fuerza de voluntad de esta urbe azotada por la pesadilla, joya de otros siglos clavada en el corazón de este témpano de diamante que flota en las aguas de un río, como nos dice todavía el genio atormentado de Capote.
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