Sábado 24 de enero, 2004. San José, Costa Rica.



 

Trigo Maduro

Mons. Román Arrieta
Arzobispo Emérito de San José

¿Condenar o Convertir?

Hay gentes, también católicos, que quisieran que la Iglesia, tan pronto como un cristiano comete un pecado, proceda a aplicarle las más severas penas canónicas, a privarlo de manera fulminante de cualquier cargo, a excomulgarlo sin muestra alguna de misericordia y a reducirlo a la despreciable condición de réprobo a quien se cierre hasta la esperanza de poder convertirse y salvarse. Se espera y hasta se exige que ese sea el trato que el Obispo dé a un sacerdote que en algo falló y que otro tanto sea lo que el sacerdote haga con sus feligreses. Y si el Obispo o el Párroco no actúa como ellos proponen es, o porque son unos alcahuetes o porque aprueban las desviaciones morales, ideologógicas o pastorales de sus súbditos.

Tal manera de pensar es absolutamente anticristiana, porque constituye la más radical negación de lo que Cristo nos enseña con relación al trato que debe darse a los pecadores. Cristo fue siempre claro en condenar el pecado, fuera quien fuera el que lo cometiera, pero fue igualmente claro en manifestar que había venido, no para condenar a los pecadores sino para salvarlos..

Otro tanto debemos hacer los Obispos y Sacerdotes, ya que siendo Ministros de Él, debemos guiarnos por su ejemplo en nuestro actuar pastoral.

Cuando unos fariseos destrozaban a Jesús con sus críticas porque comía con publicanos y pecadores, Él les respondió diciendo: "No son los sanos los que tienen necesidad de médico sino los enfermos". La parábola sobre la oveja perdida, Jesús la concluye así: "Os aseguro que de la misma manera habrá fiesta entre los ángeles del cielo por un pecador que se arrepiente". Igualmente impresionante es la parábola del Hijo Pródigo. Cuando dicho hijo, que había derrochado la herencia viviendo lujuriosamente en la ciudad, decide volver a su padre, éste no lo rechaza. Por lo contrario, sale a su encuentro, lo estrecha amorosamente contra su corazón y dispone que se celebre una gran fiesta porque "este tu hermano había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y lo hemos encontrado".

Y si eso fue lo que enseño Cristo, eso fue también lo que Él hizo cuando trató con los pecadores. A la mujer sorprendida en adulterio, no ordena que la maten a pedradas como lo demandaban a gritos sus acusadores, sino que para hacerles entender que eran unos hipócritas, tan malvados por lo menos como ella, les dice: "Quien de vosotros tenga la conciencia limpia, arroje la primera piedra". Y cuando los acusadores, avergonzados se retiraron, Jesús mirando a la adúltera, le dice: "Mujer, nadie te ha condenado, pues tampoco yo te condeno. Vete y de ahora en adelante no peques más. Fue lo que también dijo a Magdalena, la pecadora de la ciudad.

Ante tan claras palabras y actitudes de Cristo, debe quedar claro a todos que Obispos y sacerdotes, repudiendo nuestro propio pecado y el de nuestros semejantes con todo nuestro ser, antes de condenar a aquellos sobre quienes ejercemos nuestra autoridad, tenemos que amonestarlos y aconsejarlos, todo con miras a lograr su conversión. Sólo una conducta así, ajustada a la de Jesús, dará a los ángeles del cielo, como él mismo lo dice, la alegría por la conversión de muchos pecadores. Lo contrario es ignorar para que fue que Cristo vino al mundo.

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