Miércoles 23 de junio, 2004. San José, Costa Rica.


 


 

 

¿Cómo dice?

Yo, perro

Ana Coralia Fernández

Señor Juez:

Sí, me declaro culpable. Yo la mordí. Otros colegas han mordido a ancianos y a mujeres. No es nada de lo que nos sintamos orgullosos.

Me separaron de mamá a los dos meses. En la camada sabíamos que empezaba una nueva etapa de nuestra vida:

“Ahora te adoptará un humano y cuidará de ti; conforme seas grande y fuerte, él jugará contigo y te educará. Tendrás un techo seguro, abrigo en el invierno, comida y agua, buenos amigos. Con suerte, podrás envejecer a su lado. Podrás compartir con su familia momentos inolvidables.

“Cuando seas mayor, tus ladridos avisarán que hay peligro. Si alguien amenaza su propiedad o su vida, estarás dispuesto a dar la tuya en el intento de evitarlo. Recuérdalo: somos sus mejores amigos. Hay en nuestra estirpe historias legendarias de nuestra lealtad y compañía. Nunca traiciones esta ley”.

Cumplí mi promesa, pero mi amo estuvo muy lejos de cumplir la suya. Sus hijos creyeron que yo era un juguete. Me revolcaban, me ensartaban cosas para ver si me dolía, una patada... un pellizco... Yo recordaba mi misión y avisé que podía defenderme. Entonces, cuando rasguñé, siempre me corrían de un puntapié, dijeron que yo era peligroso para estar dentro de la casa y me confinaron al patio.

Mi dueño casi no me hablaba ni jugaba conmigo. Nunca un paseo. Siempre la misma orden: “¡Al ataque!”.

Un plato de lata, lleno de costras, era mi único juguete. A veces, el agua se llenaba de pelos y moscas. Olvidaron que, al tomarla, parte de mi saliva se deposita en ella y se pone amarga. Nunca he visto a los humanos tomar agua que tenga un poco de su saliva.

Recordé que debía avisar sobre el peligro. Ladré y me encadenaron. La cadena era corta y aburrida. Los que pasaban metían palos para enojarme y, al llegar al límite de la cadena, se burlaban de mí. Para ellos era el “sarnoso ese”. Juré que me escaparía y lo logré.

Desgraciadamente, ella estaba en el camino. Intentó tocarme tal vez para hacerme cariño, ahora lo sé, pero hacía tanto tiempo que nadie lo intentaba, que solo seguí la orden para la que estaba entrenado en una vida de soledad y golpes: “¡Al ataque!”.

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