Lunes 11 de abril, 2005. San José, Costa Rica.



 

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Tribuna libre

Juan Pablo II

Gloria Bejarano

Muchas décadas han pasado y, al menos yo, no recuerdo que a nadie se le haya dado el título de "Magno" inmediatamente después de su muerte, como lo han hecho algunos cardenales con Juan Pablo II.

La historia, por lo general, guarda un tiempo prudencial antes de juzgar y reconocer la obra de un hombre. Pero, en el caso de Juan Pablo, su influencia fue de tal magnitud, que transformó a la Iglesia, revolucionó la historia de la Humanidad en el siglo XX, y muy probablemente su figura seguirá influenciando este tercer milenio.

Durante estos días de duelo y dolor, los medios nos han brindado un abanico infinito de información sobre su vida, su obra, sus enseñanzas y su carácter. Difícilmente podremos olvidar, y menos aún ignorar, a este hombre que, de una u otra manera, tocó la vida de millones de seres humanos alrededor del mundo.

Artista, poeta, obrero, escritor, político, atleta, líder, hombre de Dios. Esto y más fue Juan Pablo II. Un ser humano excepcional, que demostró su grandeza a través de su humildad. Un hombre de gran sensibilidad y ternura, capaz de derramar lagrimas lo mismo que de reír o cantar. Una persona auténtica, que no temía mostrarse tal como era: jovial, fuerte, alegre, amante de la vida, firme y sereno.

Atrás dejó la imagen solemne y distante del Sumo Pontífice para convertirse en el Papa amigo, cercano, que entiende y comparte la condición humana, ama a los niños, busca a los jóvenes, consuela a los que sufren, y deposita su devoción en María y su fe en Cristo.

Lo recordaremos como el Papa que se atrevió a pedir perdón por los yerros de la Iglesia en el pasado, el Padre Santo que buscó un acercamiento con otras religiones, el Vicario que nos enseñó a no temer, el Papa viajero que fue al encuentro de su pueblo. "Yo os fui a buscar y ahora ustedes han venido a mí". Él nos vino a buscar para acercarnos al Señor, para mostrarnos el camino de la fe, la reconciliación, el perdón y la paz.

Ahora que ha partido, toca hacer una reflexión serena y profunda sobre sus enseñanzas e ideas. Lo último que Juan Pablo hubiera querido es que se creara alrededor de él una especie de idolatría, y sería el primero en buscar que su legado fuera analizado para gloria de Dios y crecimiento de la Iglesia de Cristo.

Si, en verdad, se quiere rendir homenaje a su memoria y serle fiel, no es posible conformarse con un mensaje mediatizado superficialmente y, menos aún, que de él quede una imagen evocadora de recuerdos, y no de enseñanzas profundas.

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