Martes 31 de mayo, 2005. San José, Costa Rica.


Fotografías del juego Liga-Pérez
LDA: recuento de su historia


Tribuna libre

Ni con el pétalo...

Carlos Freer

Ahora que la prensa nos informa de la sangrienta represión que se está dando en Uzbekistán, he rememorado una visita que hice a esa tierra, en los tiempos en que formaba parte de la Unión Soviética.

Acostumbrados a pensar en la URSS como si se tratara de la Rusia blanca, lo primero que llamó mi atención fue ver la conformación étnica de esa región del Asia Central.

La mayoría de los uzbecos son achinados, bastante morenos, de baja estatura y de una amabilidad que conmovía. Después supe que la mayoría descendía de tribus turcas y mongolas, que se situaron entre el Volga y la frontera con China, a inicios del segundo milenio.

Casi todos los hombres vestían con una bata de algodón (chapán) y calzaban una especie de gorro (tiubiteika). Las mujeres lucían vestidos de corte más moderno, estampados, de fondo rojo con flores amarillas, o fondo amarillo con flores rojas. O fondo verde con flores azuladas, o fondo azulado con flores verdes. Y así por el estilo, con unas seis variedades en total.

La bebida tradicional era el sha (té); y la comida más frecuente, el shashlik (carne asada de carnero) y el plov (parecido a la paella). Por cierto, cuenta la tradición que el plov lo inventó un cocinero de los ejércitos de Alejandro Magno, preocupado por alimentar bien a los soldados, que tenían que atravesar inmensos desiertos.

Cuesta imaginarse que en aquel país amable, donde la vida parecía correr a un ritmo muy reposado, se iban a desatar pasiones religiosas y políticas como las que se viven ahora, principalmente en la región de Andizan.

Sí me llamó la atención desde entonces un detalle: el inmenso respeto y fervor que mostraban los uzbecos al entrar a una de las mezquitas de la antiquísima Samarcanda. ¿Y no es que estamos entre ateos?, me pregunté. Tal vez, ésa fue una señal que no advertí debidamente en aquel inmenso territorio, donde campeaba el inmovilismo, como se le conoció a la época de Brezhnev.

Si el editor me diera un espacio mayor, tal vez podría relatar algunas de las experiencias en aquellas tierras del algodón, con los sueños faraónicos de traer agua desde el casquete polar, o contar el viaje en tren a Tamerlán y otras experiencias más, gracias a un festival de cine celebrado en Tashkent, capital de Uzbekistán.

Así podré explicar más detenidamente mi actual asombro por lo que ocurre en aquel confín del mundo, donde parecía que no se atrevían a tocar a nadie ni con el pétalo de una rosa.

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