Pido la palabra

Las puertas de la gloria

Montarse en un bus de los que viajan de Cartago a San José, a las 8 de la mañana -y ni que decir tiene, si va por Taras-, es la peor pesadilla para cualquier mortal.

Son chunches desvencijados, que traquean por todo lado, que frenan a medias, que, subiendo, alcanzan a lo sumo los 30 kilómetros por hora.

La compensación ni la conocen, y en cada hueco pegan tamaño brinco para caer enseguida con tremendo "panzazo".

Van parando, además, cada 100 metros y los sobrecargan a más no poder. La gente se apretuja y se pone a pelear con el chofer, porque éste, insaciable, no para de meter pasajeros. Encima, se enoja porque alguien se queda atascado en medio de las barras. Entonces, una grabación -por demás desagradable- avisa que alguien está "entorpeciendo" la salida.

Cuando algún mortal desea bajarse, tiene que pegar cuatro gritos porque, con frecuencia, el timbre no funciona. Lo único que el sufrido pasajero puede pensar durante todo el trayecto es la hora en que esa lata se vara, si va subiendo, o se queda sin frenos, si va bajando.

Obviamente, no hay salidas de emergencia bien dispuestas ni maneras de buscar otros escapes, en caso de que la chatarra andante empiece a echar más humo de la cuenta.

Un trayecto de 15 kilómetros, de Cartago a San Pedro, se hace en larguísimos 50 minutos.

San Pedro guarda las llaves del cielo. Por eso, al llegar por fin a esa ciudad y dejar aquel tormento, parece que abrieron las puertas de la gloria.