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Pido la palabra Casa vieja Ana Coralia Fernández, periodistaparadigma@racsa.co.cr Entré por curiosidad. Las gradas que siempre me parecieron eternas eran pequeñas y limitadas. El pasillo que atravesé con el alma en un hilo, porque lo creí oscuro y enorme, no era más que tres pasos en relativa penumbra. El patio, país inexplorado de infantiles aventuras, era, más bien, un cuadro chico de tapias asoleadas.
La casa de mi infancia, que siempre sentí inmensa, llena de secretos, cálida en unos rincones e inhóspita en otros, no era como la recordaba. Igual pasa con los "tatas" cuando crecemos. Aquellas personas altas e imponentes que nos infundían temor o respeto, de pronto se nos vuelven pequeñas, vulnerables, quebradizas, quietas. La mirada que nos atemorizó por anteceder al regaño, ahora no es más que una arruga en la frente o un recuerdo. Las reacciones que nos hicieron palidecer y guardar para luego la nota roja del examen, ahora lucen como gruñonadas de cuerpos cansados y pelos canosos. Ahora, ellos reciben regaños de sus hijos, y hasta castigos, por errores o silencios muy añejos. Ya no hay lobo malo que asuste, sólo un viejo coyote que se lame las heridas. Ya no hay una leona que cuida y exige, solo una gata dormilona y fatigada. En este mes, en que el invierno se aparea con los ancianos y las ancianas, pensemos que, con suerte, allí también llegaremos. Entonces, los hijos y los nietos descubrirán que nuestros oscuros pasillos y nuestros corazones están cruzados de fronteras. |
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