La pura verdad

Gracias, Benedicto

París- Desde lo más alto de la Torre Eiffel, el mundo se ve infinito.

Amplio, sin barreras ni telarañas...

Se ve muy claro, a pesar de la noche fría, lluviosa, ventosa.

Confundido con miles de gentes de todas las procedencias -impresionante la globalización islámica y asiática-, el mundo se me hace más chiquitillo desde esta espectacular dama parisina.

Aquí uno no termina de admirar la grandiosidad de la obra humana, de su ingenio; la visión de quienes la erigieron en 1889, a pesar de Julio Verne que la odiaba.

Fue construida con celeridad y precisión: 2 años, 2 meses y 5 días. Nos llenamos de aflicción, al escuchar esto, por el tercermundismo que nos agobia hoy desde la apertura comercial hasta el fútbol.

Trepado en aquel cucurucho de 324 metros, no terminamos de entender cómo los franceses se refugian hoy en gremialismos y utopías que casi les descarrilan el modernizante tren de la Unión Europea.

No entendemos, pero sí comprendemos de lo que son capaces los privilegios salvajes del gremialismo. El disco se me hace rayado.

Inglaterra, Holanda y España embrujan por su transformación.

En el retorno, Cuba nos aguarda anegada en su "socialismo a muerte", pero implorando al cielo euros, dólares, no importa si los traen turistas o las jineteras que nos reciben, contorneando sus cuerpos de ébano, en El Vedado.

Y en este valle de lágrimas, su Santidad Benedicto XVI les jala las orejas a los venerables obispos. Gracias, beatísimo padre, por tratar de alumbrarlos y guiarlos y hacerles entender que cambia, todo cambia...