Pido la palabra

Mil veces adiós

Había tenido que ir a México –creo que con su hermana Amalia– a buscar ayuda médica especializada para su segundo hijo, con quebrantos de salud. Durarían algo así como un mes, según decía su hijo mayor Jorge Alberto, amigo entrañable en mi niñez.

Su regreso fue fascinante: le trajeron un capote de toreo, con todo y esclavina. Rojo por el frente, amarillo por detrás, como correspondía a los verdaderos capotes. Estaba en boga el corrido a Silverio Pérez. Así que todavía me veo haciendo pases ante el supuesto toro en aquel patio interior que aún abundaba en las casas de Cartago.

Me trataba con mucho cariño. Le gustaba que Jorge fuera mi amigo. Conmigo, apenas un año mayor, lo dejaba ir a la plaza de La Soledad a jugar con los vecinos López. De ellos y de don Rogelio Coto, su marido, oí por primera vez hablar del equipo de Los Corsarios y del Once Tigres.

Insistió, como la que más, para que compartiera con ellos el café de la Primera Comunión, aunque también estuviera invitado donde los Jiménez. Sufrí realmente cuando aquella querida familia se fue a residir a Turrialba, pues el padre trabajaría en el “Instituto”.

Fuera de un par de visitas a la campiña, dejé de ver a esa mujer ejemplar por varios años. Me la topé un día en San José y me trató de vos. Sentí que me recibía con toda naturalidad en el mundo de los adultos. La seguí viendo esporádicamente, pero siempre con el mismo gozo. El mismo que tengo para decirle mil veces adiós.