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Parejas, indigentes, trabajadores, artistas... todos pasan por este corazón y nervio capitalino El carrusel de Chepe Decenas de miles cruzan, sufren o ríen en el parque Central, en un oleaje, en un vaivén sin fin Alejandro Arley Vargasaarley@aldia.co.cr Jueves 15 de febrero. Los pitazos de las 4:30 de la tarde en la avenida Segunda y el frenético ruido de los zanates aturden en el parque Central de San José. Escojo muy bien el “poyo” para no sentarme en una cuita. La basura gobierna. El olor a orines provoca náuseas cerca del quiosco y los “pintas” e indigentes, se asoman por montones. A esa hora la gente corre, no camina, muchos desesperados por agarrar en hora pico, un bus y ojalá con campo. Por la fecha, casi todo mundo con plata en la bolsa. Los peloteros hacen círculo y me voy a “viniar”. Dos hombres discuten por unos puntos en el “maché”, juego que inventó el popular “Tango” y que se practica durante horas con verdadera pasión en el parque. El central, poco a poco, se torna una isla en el frenético San José del Siglo XXI. El tiempo se detiene, por instantes, y las cosas que se ven o escuchan son dignas de retratar con calma. Frente de la Catedral, está Jorge Acevedo, un limpiabotas que cumple 54 años de trabajar en el parque. “Tengo 71 años y soy de Cartago”, me dice en voz baja mientras guarda los cajones y el betún. Me gusta estar aquí, pero hay muchos alcohólicos ahora”. Dos franceses... a la tica Son casi las 6 de la tarde. Al fin me encuentro un par de turistas que me puedan dar su opinión del parque. Claro, unas clases de francés no me vendrían mal, porque solo eso hablan, así que les sonrío y les saludo, “pura vida”. Los pericos y zanates se callan, los pitazos merman y la avenida luce a medias. En el parque ya no hay pensionados hablando de la “Sele”, ni chavalillos viendo “güilas” para piropearlas. A esas horas ahí solo quedan “los fiebres y los residentes”. Porque en este sitio hay tres clases de personas: los que pasan por él, los que viven de él y los que habitan en el parque. 8 de la noche . Subo las gradas al quiosco para tener una “visión panorámica”. Dos parejas se funden en besos, abrazos y manoseos, detrás de un árbol de Guanacaste, sí hay un Guanacaste. Es uno de los 30 árboles que tiene el parque, o al menos de los que puedo contar. No en vano, un policía me cuenta que más de una vez han sorprendido parejas, heterosexuales, lesbianas y homosexuales en verdaderas escenas “porno”. 10 de la noche . Las campanadas de la Catedral me indican que debo salir de la isla y volver al exterior. Mañana será otro día. El día después... ¡Qué basurero!, digo en voz baja cuando noto que el parque estaba más sucio que la tarde del jueves. Pero nada detiene la marcha rutinaria de decenas de miles de personas que van a sus trabajos, a sus oficinas, o cruzan la capital de extremo a extremo en el fragor de sus vidas. Unos “encorbatados”, otros en jeans, con el pan y el periódico, otros que se fuman su “blanquito” pa’ desayunar. Todos hacen cosas diferentes. Les pregunto a qué se dedican y me responden seco: “soy secretaria”, “soy albañil”, “soy maestra”, “soy soldador”. “¡Soy un vago!”, me remata uno chapado a la tica. 14 taxis hacen fila, una muchacha persigue una paloma, Johnatan barre cerca de la fuente, el mendigo sigue dormido y aquello va y viene como un carrusel, sin fin, el carrusel del parque Central.
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