Testigo de cambio

¡Santo cielo!

San Isidro de El General, año 1945. Llegamos en avión porque aún no se había terminado la carretera entre Cartago y San Isidro que construía la compañía norteamericana Mills.

Una plaza para fútbol, la escuela al costado sur, la iglesia en el norte, el teatro-cine Fallas al este, con un potrero que daba a la calle, la casa de don Natalio Fallas, en la esquina diagonal al oeste el Comisariato de don Francisco Bedoya, la Casa Amarilla, el Kentucky al suroeste, luego una calle larga con el negocio de don Félix Barrantes a media cuadra, la pulpería de don Rómulo Salas, más tarde suegro del líder comunista don Manuel Mora, en la otra esquina, y siguiendo el camino hacia La Guaria, antes de llegar al Alto de la Mills, la botica de don Oldemar Chavarría, la pulpería de don Zenén Quirós, el Teatro General y algunas casas hasta el centro de operaciones de los gringos, con el cementerio al lado, y luego las residencias de los norteamericanos.

Prácticamente, eso era todo.

¿Hoy? ¡Santo cielo! Para cruzar una calle, al igual que en San José, hay que bajar a todos los santos. Negocios, negocios y más negocios. Central de autobuses para cien rumbos, automóviles para miles y, como la ciudad se ha extendido hacia Palmares, ya se tiene “mall”, hoteles, lugar para el turno grande, con chop suey, vigorón, pupusas, churros españoles, algodón de azúcar y, si acaso, tamales.

Casas de lujo, de medio lujo y de lujo bajo, pero no ranchos como el de Aquiles Barrantes, el de los Otárola, el de Ejérico Jiménez y Mercedes Díaz, nuestra querida Tía Chola, en el cual nos dieron alojamiento a los tres peregrinos mientras hacíamos nuestro propio rancho.