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 Nacionales Domingo 28 de octubre, 2007, San José, Costa Rica.
   

Domingo XXX del Tiempo Ordinario

El publicano volvió a su casa justificado

Alvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero

El evangelio nos propone otros dos personajes hipotéticos. Uno es fariseo. Los fariseos eran gente sumamente religiosa, estrictos cumplidores de la ley, quizá un poco descarnados y hasta presuntuosos. En su rigurosidad se creían perfectos por seguir irrestrictamente las normas. El otro es un publicano, es decir, un recaudador de impuestos romanos. A este grupo los judíos lo consideraban maldito, como pecadores públicos porque, además de arrancar a los hebreos tributos para el invasor, a veces cobraban de más y hasta se dejaban la diferencia.

Uno y otro llegan al templo a orar. Todo parece normal, ambos responden a un proyecto de santidad, son gente religiosa, gente de Dios. Pero la clave está en la actitud y motivación que cada uno de los orantes trae, y el Señor nos despabila sobre esto.

Dice Jesús que el primero llega cargado de los que considera sus méritos. Es alguien “creído”, fundado sobre sí mismo, regodeado en sus “luces” que, para anestesiarse, se compara con los más débiles. Esta es su plataforma y desde allí intenta entrar en contacto con Dios y recibir respuesta.

El publicano parte de un punto muy diferente. Fundamenta su plegaria en algo totalmente ajeno a él. Su punto de referencia es el Señor, que es misericordioso, de bondad infinita y de santidad a toda prueba. Se fundamenta en Dios y arraiga en él su plegaria porque se sabe pequeño y frágil.

El Señor nos previene para mejorar nuestra relación con Dios. Nos enseña a eliminar toda actitud arrogante y a asumir la humildad, a hacer un examen realista de nosotros mismos. Nos asegura que ser pretenciosos falsea toda oración, que valorar desproporcionadamente presuntos méritos es un mal hábito, que “creernos” especiales o diferentes es proceder descabelladamente frente a Dios, que Dios nos ama como somos, que nos perdona, siempre y cuando nos asumamos con responsabilidad.

Yo no puedo creer que soy la medida de todas las cosas. No puedo ver para abajo y compararme con los que están peor, engañarme con lo que creo haber logrado. Por el contrario, debo saber que, si tengo frutos, estos no me pertenecen sino que los produjo la gracia de Dios que me ayudado a vivir el proyecto de amor. El fariseo ora desde su óptica irreal e inexistente. El publicano tiene plena conciencia de quién es, ora desde sus limitaciones y pobrezas, se sabe indigno de recibir la atención de Dios. Y su oración es escuchada.

Aprendamos y actuemos a partir de esta enseñanza. Si queremos ser oídos por Dios, ser perdonados, inventariemos nuestra vida, para estar conscientes de nuestro pecado.

Foto: 1773640
El Señor escucha a todo aquel que cree en él.
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