Ronny Rojas
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“Mis compañeros me dicen que yo no tengo a mi mamá conmigo porque soy una tonta, pero no les hago caso, porque no les creo”, cuenta la pequeña Vanessa, de 8 años, mientras juega con un peluche que su madre le envió desde Nueva Jersey, Estados Unidos, donde reside desde el 2004.
Vanessa y sus dos hermanos viven con su abuela, Elieth Campos, en una humilde y acalorada casa en el barrio Tierra Prometida, en San Isidro de El General.
Doña Elieth, una mujer diabética, de 53 años, quien prácticamente ha perdido todos los dedos de sus pies a causa de su enfermedad, también vela por otros cuatro nietos, todos en edad escolar.
Sus dos hijas le dejaron a los siete niños para ir en busca del sueño americano, el cual, por lo que se ve en esta casa sin cielo raso, aún no se ha materializado.
Esta historia no es extraña en Pérez Zeledón, una zona que ha perdido a miles de habitantes, quienes viajaron a trabajar a Estados Unidos, casi todos de manera ilegal, buscando mejorar su situación económica.
Para hacerlo, muchos sacrificaron a su familia y en numerosos casos no regresaron o formaron un nuevo hogar en el norte.
Incluso, muchas madres solteras dejaron a sus niños aquí con abuelas, tías o vecinos.
Un reciente estudio de la ONG Alianza por tus Derechos evidenció que el nivel educativo de estos niños es muy bajo y la mayoría de ellos se sienten desamparados, y acumulan enojo y tristeza.
De vuelta a Tierra Prometida, la pequeña Vanessa me cuenta que no se cansa de esperar el regreso de su mamá. “Ella lo dijo y lo va a cumplir”, advierte.
También me detalla que se quedó en primer grado de la escuela y no le gustan las matemáticas porque le cuestan mucho.
Un hermano suyo, de pelo rubio y copetillo encumbrado y tieso por el abundante gel, se acerca y me dice, en voz baja, para que no escuche su abuela, que él no quiere que su mamá vuelva.
Al preguntarle la razón, él pequeño hace una seña con su mano y explica: “porque ella me pega”.
Entonces va y trae una fotografía de su mamá, tomada en Estados Unidos, en la cual ella aparece en una actividad festiva.
Después me muestra otra fotografía de un niño. “Es mi hermanito, el nació en Estados Unidos y mami lo va a traer”.
Afuera, en el diminuto corredor de la casa, la mayor de las nietas de doña Elieth suspira cuando le pregunto por su mamá. “Me hace mucha falta, pero tengo la esperanza que un día va a venir”, me responde, con una serenidad que más se parece a la tristeza.
Su madre tiene 5 años de vivir en Nueva Jersey, trabaja limpiando casas y no habla sobre regresar a Costa Rica, cuenta doña Elieth.
“Habría sido mejor si se hubieran quedado. Pero me han dado plata para ir al médico. También pagan la luz, la comida, mi empleada y el gas....todo”, dice la abuela sonriendo, mientras me enseña un pie vendado, cuyas heridas la diabetes no deja sanar.
El mundo de estos niños es los juguetes y las promesas que reciben cada cierto tiempo.
Poseen iPods, peluches, libros, muñecos que bailan y pulseras. También tienen un gato y dos perros que deambulan por la casa.
Pero sobre todo, cargan con la ilusión de que su mamá regresará cualquier día de estos.
Tenía razón la psicóloga de la escuela de Tierra Prometida, Heylin Méndez, cuando me advirtió que si miraba con detenimiento, podría adivinar tristeza y enojo en la mirada de estos niños.
Según Méndez, casi el 20 por ciento de los alumnos de este centro educativo tienen el padre o la madre en Estados Unidos.
“Hay chiquitos que el día de su cumpleaños no vienen a la escuela, esperando a que su mamá los llame, y resulta que nunca llamó. A uno se le parte el alma al vivir el dolor con ellos”, cuenta Méndez.
Paula López, psicóloga de la escuela IDA Jorón, cree que uno de los problemas son las falsas expectativas que muchos padres les crean a sus hijos, al decirles que pronto regresarán, pero pasan los años y no lo hacen.
Una promesa que no se ha cumplido
El esposo de Jackeline Mesén se fue a trabajar a Connecticut, Estados Unidos, hace 9 años. La dejó con dos hijos pequeños y con la promesa de volver pronto.
Hoy, aunque llama una vez al mes a la casa, a ella ya no le habla y tampoco ha podido terminar la casa donde Jackeline vive con sus hijos, una niña de 13 y un varón de 14 años. La adolescente confiesa que su papá no le hace mucha falta y el joven responde que “más o menos”. Ellos casi no lo recuerdan y la imagen que tienen de él es la que han visto en algunas fotografías.
“Todos los años me dice que se viene, este año se iba a venir pero un hermano suyo se fue y ya no pudo. Mejor no se hubiera ido, pero ya está allá y no se puede hacer nada”, me cuenta Jackeline.
Esta mujer, de 39 años y vecina del barrio Baidambú, al sur de San Isidro de El General, es una de cientos de esposas de todo el país, que han visto como el sueño americano solo causó la desintegración de su hogar. La plata para la manutención de la familia no ha dejado de llegar, pero Jackeline sabe que eso no es suficiente y lamenta que sus hijos hayan crecido sin una figura paterna.
A pesar de su incertidumbre, ella sigue adelante y se mantienemuy unida a sus niños. Recuerda que uno de los momentos más dificiles fue cuando su hijo comenzó a preguntarle por su papá. “Él me hacía preguntas que yo no podía responderle, le dije pregúntele a su papá, él le va a responder. Pero nunca se atrevió a preguntarle”, contó.
¿Y que hará si su esposo decide regresar algún día? “A veces pienso que no va a regresar, pero Dios me dio solo un esposo, y si él no quiere regresar conmigo, no voy a obligarlo”, responde. Ella sigue esperando.
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