Lázaro Malvarez
Periodista

Cuando muchos vaticinaban que la pelea entre Óscar De la Hoya y Manny Pacquiao sería el combate del 2008, el enfrentamiento al final mereció otro calificativo: “La paliza del año”.

El filipino, considerado el mejor boxeador del mundo libra por libra, mostró una velocidad casi de otra galaxia, desbarató los pronósticos y conectó a su antojo a un desconocido De la Hoya, que por primera vez en su carrera no fue competitivo.

La reyerta, fruto de la imaginación del periodista de la cadena HBO, Larry Merchant, provocó críticas desde el primer momento y muchos la consideraban un duelo disparejo, entre el “gigante abusador”, De La Hoya, y el diminuto “Pacman”. Pero los papeles se invirtieron y el pequeño le dio una golpiza al grande.

En el argot boxístico existe una máxima: un buen púgil grande siempre debe ganarle a uno bueno pequeño, pero la noche del 6 de diciembre en Las Vegas, vimos solo a un gran boxeador: Manny Pacquiao, quien dejó en el ridículo las aspiraciones de su rival, de vengar los continuos fracasos de los mexicanos ante el filipino.

El californiano nunca vio la mano izquierda de su contrincante y desde el primer asalto parecía engarrotado, como si las horas de preparación le hubieran pasado la factura. En otras palabras, peleó en los entrenamientos y llegó con el tanque vacío el día del combate. La zurda, que tantas victorias le dio, quedó olvidada en el camerino, el “jab” estuvo ausente y la derecha apenas la usó para cubrirse.

Acertada fue la decisión de la esquina de parar la masacre, pero dejó mucho que desear el trabajo del veterano entrenador, Ignacio Beristaín, y su séquito, incluyendo al legendario Angelo Dundee.