Álvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
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La Iglesia vuelve a interrumpir el cadencioso ciclo del tiempo ordinario para proponernos una fiesta del Señor: la dedicación de la basílica de San Juan de Letrán.
Localizada junto a la muralla oeste de la ciudad eterna, conocida como del Santísimo Salvador; catedral del Santo Padre, desde la que gobierna la diócesis de Roma; iglesia de los dos Juanes, al Bautista y el Evangelista, y que conserva reliquias de los apóstoles Pedro y Pablo.
Evidentemente la Iglesia no busca festejar un edificio de piedra, por más precioso que sea.
Ella nos pide que nos celebremos a nosotros mismos, al edificio espiritual formado por las piedras vivas.
El evangelio que nos propone es aquel momento, un poco violento, en que Jesús, dolido por la desviación del culto hebreo, echa a los mercaderes del templo. El Templo fue pensado como sitio de oración y de plegaria.
El exagerado número de sacrificios lo había convertido en centro de transacciones comerciales y carnicería.
Jesús los echó a todos, con ovejas y bueyes; desparramando las monedas de los cambistas (el dinero corriente no podía circular en el templo que tenía dinero especial), derribó las mesas y les dijo: “Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio”.
Los fariseos sabían que los profetas podían actuar con fuerza formidable, pero de inmediato le exigen una señal, un signo que sustente aquel acto desmedido. La respuesta de Cristo es rápida al proponerles el nuevo paradigma, el acto supremo, el único sacrificio humano que Dios aceptaría, su propia entrega: “Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar”.
Juan fecha el gesto cerca de Pascua y nos permite comprender el nexo enorme que habrá entre la purificación del culto y la muerte y resurrección de Cristo.
La discusión se exalta. Pero los argumentos de los fariseos se quedan cortitos, en la mera consideración del edificio material, mientras que Cristo se refería al templo de su propio cuerpo.
Quería anunciar su resurrección, base de nuestra fe, al tiempo que edificó las bases de su Cuerpo Místico del que formamos parte. No extraña que el evangelista diga: “cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto”.
Ser iglesia es ser miembros de Cristo resucitado. Ser Iglesia es recibir el agua viva que brota del Señor, ser Iglesia es edificarse sobre Cristo. Ser Iglesia es poseer las primicias del Espíritu.
Ser Iglesia es luchar para que el mensaje del Señor llegue a otros, para integrarlos a este edificio espiritual y que, al celebrar los sagrados misterios, demos gloria al Padre del cielo.
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