Álvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
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La deuda originada en el pecado del ser humano debía ser cancelada por el mismo ser humano. Comúnmente se dice: “el que la hace la paga”, pero Dios sabía que si el hombre hubiera pretendido pagar la deuda por sí solo, no habría salido victorioso. Por ello intervino en la historia mediante su Hijo. Hoy contemplamos el enorme misterio del amor de Dios y el regalo maravilloso que implicó la encarnación del Verbo, misterio que trasciende todo lo imaginable.
El Verbo encarnado, Jesús, que se llamaba a sí mismo “Hijo del hombre” debía ser “levantado en alto”. Una vez en el Antiguo Testamento, Dios recomendó una cura muy particular para las picaduras de serpiente en castigo por un pecado: que levantaran una víbora de bronce por encima de todos. Si los que eran picados la miraban serían curados. El signo es simple: la misma carne de pecado elevada por sobre todos, se constituye en fuente de salud.
Jesús crucificado está suspendido en lo alto. No toca el suelo con sus pies, ni el cielo con sus manos. Él fue puesto como estandarte de salvación. Al mediador entre lo humano y lo divino, dice san Pablo: “Dios lo hizo pecado”.
Lástima que muchos, prejuiciados por sus ideas, rechazan el extraordinario regalo de Dios que es Jesucristo. Ellos se preguntan: ¿cómo es posible que un crucificado sea Hijo de Dios?
La clave está oculta en el mismo Cristo, que es Dios pero también hombre. Sepamos que para Dios el ser humano tiene un valor inestimable, un valor que ni siquiera nosotros entendemos y hasta ignoramos cuando irrespetamos al hermano.
Dios, antes de querer que el hombre muera por su pecado, prefirió que su propio Hijo tomara nuestra carne y, sometido a la muerte, pagara sustitutivamente nuestra culpa. Jesús, al morir en la cruz, nos liberó. Nosotros confesamos, además, que el hombre-Dios, vencida la muerte que intentaba arrasarlo, al resucitar, da a sus hermanos la oportunidad de vivir.
“Tanto amó Dios al mundo…”, ésta es la gran clave para entenderlo todo, señal que para muchos es inaceptable. Peor todavía, hay quienes, extraviados en su propia culpa acusan a Dios de vengativo, creen que los persigue buscando su destrucción. Pero, Él que nos amó hasta el extremo de sacrificar a su propio Hijo por salvarnos, ¿cómo podría actuar ensañándose contra nosotros? Dios nos ama. Esto es esencial.
Jesús de Nazaret, Hijo de Dios y hermano nuestro, nos enseña además a vivir humanamente. Él nos propone como meta aprender a someternos en todo momento a la voluntad amorosa del Padre, igual que hizo Él. Solo así realizaremos en nosotros el designio del amor redentor. Sometidos a esa voluntad en nuestra propia carne, nos haremos candidatos a la vida eterna.
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