Álvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
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Cada año la fiesta del Corpus Christi, nos permite entender que lo que celebramos en misa es el memorial de la entrega de Cristo en la cruz. La Iglesia --ya que el Jueves Santo se teñía de los velos rigurosos de la pasión de Cristo-- quiso darse otra oportunidad para glorificar la presencia de Cristo en la Eucaristía.

Desde el evangelista San Marcos meditamos sobre un momento crucial en la vida de Jesús. En la inminencia de su entrega, se reuniría con sus discípulos para una cena ritual. Eran los días de los ácimos y del momento en que se sacrificaban los corderos para la cena pascual de los hebreos.

Marcos nos da los detalles con que Jesús dispuso ese momento de intimidad con sus apóstoles. Incluso precisa el sitio. La cena guarda el ceremonial típico hebreo, pero es interrumpida por Jesús con ciertas expresiones que habrán hecho a los apóstoles sospechar que algo iba a suceder, algo grande.

Al inicio de toda cena hebrea, el padre de familia o el jefe de grupo parten el pan. Es llamativo que Jesús al hacerlo dice: “Tomen, esto es mi cuerpo”.

Aquella particular cena es la que congrega, todavía hoy, a la Iglesia universal, la convoca y la constituye, porque la Iglesia tiene la certeza de que ese pan y esa copa contienen el cuerpo y la sangre de Cristo.

Hoy celebramos esa presencia de Cristo en el pan y en el cáliz. La Iglesia, delante de la humanidad, proclama hoy, como hace 2000 años, que el cuerpo y la sangre de Cristo son su alimento y bebida, y que si reitera la cena, especialmente en domingo, es en obediencia a él, que nos pidió que lo hiciéramos en memoria suya.