Ana Coralia Fernández, periodista
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Antes, cuando los abastecedores de los chinos se llamaban pulperías y eran atendidos por los locales, había un tipo de repostería de borona gruesa, lustres rosados o blancos y mermeladas que parecían engrudo, que nos quitó muchas hambres a los ticos.
Era tan comun venir de la escuela con la feroz hambre de las once y comprarse con la última pesetilla una cuña, un “gato” o unas galletas Pochet. A falta de comidas fritanga, agentes y vendedores se tiraban esos tosteles con un fresquillo de sirope que el mismo pulpero les preparaba.
El progreso confinó a estos quequillos casi al olvido y nos hizo cambiar los papeles de pan, por bolsas plásticas y los pasteles baratos, por sofisticadas hamburguesas.
Para mi alegría, he visto que mis viejos amigos, aquellos que me recuerdan que había ticos descalzos, pero no indignos, han vuelto a aparecer rebosantes de vida en abastecedores y supermercados.
Mantecados, enlustrados, galletas de coco, cuñas, “gatos”, quequitos y otros diabéticos “matahambres” me llaman a gritos desde el estante como cuando uno se topa a un viejo amigo.
Y yo, flaca ante esas tentaciones, contraviniendo toda indicación médica, dietética y modernista, me los llevo a casa con una secreta alegría y recordar en cada mordisco que el tiempo es un bromista que a veces se nos ríe en la cara.
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