Álvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
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La experiencia más hermosa, pero más difícil del ser humano es el matrimonio, una unión en constante crecimiento, pero que también acusa antiguos que debemos suprimir: violencia doméstica, abuso, infidelidad. Estos son algunos excesos que hacen al matrimonio un verdadero infierno.
La Iglesia no instituyó el matrimonio. Nació con el ser humano que se sintió atraído a vivir en pareja. Lo vivió la poligamia pero pronto la rechazó y optó por la consagración exclusiva, para ser los dos “una sola carne”.
Ahora bien, ignorancia e inmadurez debilitan al matrimonio que vio aparecer un mecanismo de ruptura. Moisés, presionado por los corruptores del matrimonio, también debió establecer un divorcio, pero Jesús restaura la ley original y, ya que el divorcio se debió a la dureza del corazón, renueva la riqueza de la entrega.
La Iglesia no establece el matrimonio, pero Jesús lo elevó a la dignidad de sacramento. Así el matrimonio dejó de ser desechable para pasar a ser el mejor negocio de la vida. Nadie que invierta todos sus ahorros en una empresa, declara sin más la quiebra perdiéndolo todo. Buscará todos los medios para salvarla.
Amamos más lo que más nos cuesta, y el matrimonio es ejemplo perfecto. Hoy, a las primeras dificultades se busca al abogado. Pero hay que entender que la pareja no es producto de la ligereza, sino resultado de un proceso minucioso. Por eso “deja el hombre a su padre y a su madre, y se une a su mujer, y los dos son una sola carne”.
Para Jesús, no todos están preparados para casarse. Cada cual madure su proceso personal y reflexione sobre su futuro.
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