Álvaro Sáenz Zúñiga
No puedo entrar en el reino de los cielos si antes no transformo mi vida según el proyecto de Dios. Palabra muy común en el adviento es “conversión”. Pero recordemos que no se trata solo de dejar atrás nuestros pecados sino, sobre todo, de que nuestra vida empiece a tener el verdadero derrotero. Debo dejar atrás el materialismo, la cosa utilitaria, prosaica, vulgar; la ambición o practicar cualquier otra banalidad moderna.
Juan Bautista es la voz que grita en el desierto. Él nos llama cada día a enderezar el camino, a aprender a escoger lo bueno y evitar lo malo.
Juan Bautista, vestido con piel de camello, descalzo, greñudo, con su ceño fruncido y tajante en sus palabras, quizá despertaba temor en quienes escuchaban. Pero curiosamente él aseguraba que quien venía detrás suyo, no sólo era más fuerte y determinante sino que, además, no andaría con miramientos, actuaría drásticamente en la cosecha, recogiendo el trigo en el granero y quemando la paja en un fuego inextinguible.
Al pensar en Jesús nos puede resultar difícil reconocerlo en la descripción del Bautista. El Señor no fue extremista en ningún campo, ni actuó con violencia o impuso sus palabras. Sin duda Cristo posee una espada de doble filo capaz de penetrar hasta el tuétano de los huesos.
La conversión es, pues, la clave. Y la llamada de Juan Bautista es hoy día mucho más eficiente, porque incluso nos rodean distractores y mentiras respecto del reino. La imagen clara de Jesús y de su mensaje liberador es oscurecida hoy por los medios de comunicación y por la manipulación de los políticos. Sepamos separar el grano de la paja y, en este tiempo de gracia, acercarnos a Jesús.
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