Domingo 28 de febrero de 2010, San José, Costa Rica
Nacionales | de hoy
Evangelio

Álvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
asaenz@liturgo.org.

Avanzamos en la Cuaresma. Si la semana pasada Jesús fue tentado en el desierto hacia su “propio beneficio”, la búsqueda de fama y fortuna, o simplemente probando a Dios, hoy es estimulado por el Padre, y nosotros con él, manifestando la plenitud de nuestra propia naturaleza.

Jesús fue con Pedro, Juan y Santiago a orar a la montaña. Y mientras oraba, “su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se volvieron de una blancura deslumbrante”. Y dos hombres aparecen, Moisés y Elías y hablan con Jesucristo sobre su inminente muerte.

Esta es una oportunidad única para que los apóstoles perciban en Jesús su realidad plena, que no es un simple mortal sino Dios mismo. El acontecimiento es inmenso para los apóstoles y lo contemplan atentos. Ahora saben que es Dios-hombre, que es el Mesías y se lo atestiguan Moisés y Elías, la ley y los profetas.

Y un deseo invade a los apóstoles: quedarse allí, gozar de la dulzura del Señor para siempre. Pedro propone hacer tres chozas. Pero el Padre prefiere revelar a Jesús ante ellos y les dice desde la nube: “Este es mi Hijo, el elegido, escúchenlo”.

Raspemos una ventana pintada de negro: la luz entrará radiante. Jesús manifiesta su gloria, la que tenía desde siempre, y Pedro, Santiago y Juan la contemplaron. Los apóstoles confirman su fe y se aprestan a la tremenda experiencia de la cruz.

Nosotros ni siquiera vimos a Jesús. Lo tenemos en la eucaristía, pero para nosotros es más difícil. Vivamos la experiencia de Cristo, certeza para los que caminamos en este desierto. Que él nos libere de nuestra pobreza.

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