Antonio Alfaro
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Los soldados en Costa Rica se hunden en el lodo, rescatan cuerpos, no usan reloj, huelen la muerte, la desentierran, la cargan, le ponen el pecho a la tempestad, la frente a la lluvia, se empapan hasta los huesos. Buscan sobrevivientes, se echan al hombro los heridos, atraviesan desagües que en el cualquier momento se convierten en temibles cabezas de aguas.
A falta de guerra, los soldados en Costa Rica se visten de cruzrojistas, bomberos, policías o civiles de pala en mano. Incondicionales, infatigables, abnegados, no se enteran de que están molidos, hambrientos o lesionados hasta que termina la jornada.
Nuestros soldados han tenido, tienen y tendrán mucha batalla que dar en la emergencia nacional. No tienen tiempo, ni armas, para defender la frontera, cual soldaditos “guerreados” rumbo al San Juan. ¿A quién vamos a amedrentar a punta de bala?
Costa Rica hace el ridículo y cae en la trampa, aunque muy valiente y bienintencionada, cuando toma armas, aborda helicópteros y vuela en defensa de nuestra soberanía. Si somos lo que decimos ser, la cuna del Premio Nobel, el país de la eterna democracia, un remanso de paz, lo más sensato sería actuar tal cual.
Aunque a veces no hay cara en qué persignarse, -incluyendo a los organismos internacionales- es a través de ellos que deben librarse nuestras batallas. A los soldados los necesitamos en mejores guerras.
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