Ana Coralia Fernández
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Más allá de cualquier creencia o religión siempre me enseñaron a guardar respeto por cualquier idea que se tuviese de Dios. Por las mías, las de mi familia, y las de cualquier otro grupo.
Aunque no soy una practicante fanática, fui criada en la religión católica. Por eso cuando hice mi primera comunión, aunque en aquellos prehistóricos años, el catecismo no era como la maestría que hay que sacar ahora, mis maestras catequistas, me inculcaron bien el sosiego ante el ritual.
El sábado fui a una misa de rogación por el alma de un conocido. Allí, un niño de unos nueve años acompañado por sus padres, no hizo más que expresar su aburrimiento. Entraba y salía, suplicaba para que le dieran su Nintendo portátil y ante la majadería, su papá sacó el celular para que jugara y entretenerlo un rato.
A la hora de la comunión, el pequeño hizo la fila pero, para asombro de todos, se vino mordisqueando la hostia como si fuera una galleta suiza. Los tatas, muertos de risa y alabando la travesura, le explicaron cómo proceder, entonces el crío pasó balbuceando mientras terminaba la celebración, porque no se la podía tragar. Cuando finalmente “comulgó”, hizo un berrinche para que lo llevasen al carro a conectar el Nintendo porque lo tenía descargado y los juegos del celular eran muy aburridos.
No sé qué tipo de formación ha tenido este niño, ni sus padres y tampoco si esto es extensivo a muchos otros. Solo sé que si en mi infancia hubiese osado insinuar que la misa era larga, jugar con el pan consagrado o hacer un berrinche porque quería irme a jugar, estaría comiendo con pajilla e ingiriendo alimentos líquidos por no tener dientes con qué masticar.
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