Ana Coralia Fernández
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Era del ICE, anaranjada y con las tres letras en negro a la altura del pecho. Allá por los años setenta del siglo pasado, supongo que era el color institucional y de una tela buenísima.
No sé por qué o cómo llegó a la casa, pero en aquellos días de carencias yo me enamoré de aquel abrigo que me quedaba enorme.
La “sueta” me quitaba el frío, pero me hacía lucir como el enano Dopey de Blancanieves. Llegó el tiempo de crecer y ella que no podía hacerlo conmigo, me esperó fiel hasta quedarme a la medida.
Atada a mi cintura o como un abrazo sobre la espalda, me acompañó a serenatas y paseos, a centros de estudio y pijamadas sin chistar.
Cuando entré a la U, fue sustituida por una flamante azul, con el escudo del alma mater en la panza.
Ya para entonces ella estaba casi por jubilarse y me quedaba chinga en las mangas y en los sueños.
Cuando se las corté para sacarle el último cachito, las letras estaban desteñidas y la pretina no me llegaba al ombligo.
Acabó por encerar y darle un brillo reluciente al primer carro que tuvimos.
Como comprenderán, en estos tiempos de apertura en telecomunicaciones, mis razones para quedarme con lo “viejo conocido”, más que con lo “nuevo por conocer”, tienen que ver más con el abrigo, el sentido de pertenencia y las raíces, que con las bandas anchas, la 3G y los megabytes.
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