Ana Coralia Fernández, periodista
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Cada vez que le decíamos a mi mama que comprara una refri, nos decía disimulando las ganas de tener una y dándole importancia a la falta de dinero: “¡Qué va! ¡Cuesta mucho llenarla! Uno les echa y les echa y siempre se ven peladas”.
Por eso, mientras fuimos güilillas nunca tuvimos una y cuando llegó la primera a casa (regalada por un tío que se compró un ¨chuzo¨) efectivamente, la bandida siempre estaba vacía, ya no por falta de plata, sino porque mamá pasaba tanto conmigo y en mi casa de casada, que no se necesitaba más que leche y agua helada.
Si pasara el paquete tributario (doy tres golpes en madera, tres en el pecho y todavía me quedan tres para hacer chichotas), muchas refris como la de mi infancia sufrirían el mismo síndrome de abstinencia.
Porque aunque la promesa de proteger a los más vulnerables se queda casi siempre en la semántica y muy pocas en la práctica, no hay que ser muy brillante para saber que tasando los productos básicos, los que se ganan con el sudor de cada día, los que no son un lujo, los que se ocupan y se gastan, es bajarle la raya a esa frontera invisible del nivel socioeconómico, que en cristiano solo quiere decir una cosa: seremos cada vez más pobres y lo único barato serán los borradores para quitar de la lista más y más bienes y servicios.
Cierto es que una vez alguien muy importante dijo: “A los pobres, siempre los tendréis con vosotros”.
De eso no hay discusión, pero cómo se tengan y cómo se diginifiquen, eso sí está en nuestras manos.
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