Álvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
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Sal de la tierra, luz del mundo. Glorifiquen al Padre que está en el cielo.
Con alegría continuamos el sermón de la montaña. Jesús, Dios con nosotros, anuncia su palabra de salvación y con su ley nos permite comprender que no se trata de rechazar ciertas cosas, sino más bien de hacer el bien.
Luego de las Bienaventuranzas, Jesús nos propone acciones muy concretas. No nos saca de la condición humana, solo nos sugiere agregar lo necesario para que el mundo vaya hacia Dios.
Lo primero es darle sabor a la vida y para ello sugiere el más elemental de los condimentos: la sal. La sal sirve para dar sabor, pero quien la usa en exceso al cocinar y quien está enfermo, saben que el exceso es muy negativo. Debemos ser sal de la tierra. Siendo sal, el cristiano aprende a vivir la prudencia, la mesura, el equilibrio.
La segunda propuesta es ser la luz del mundo. Ser luz es más fácil. La luz nunca será suficiente y el cristiano que alumbra con luz ajena, porque nuestra luz es la de Cristo, debe usarla permanentemente y en abundancia. Así romperá la tiniebla, sabrá iluminar siempre, a tiempo y a destiempo.
Ahora bien, ¿cómo iluminar? La única manera de iluminar este mundo oscurecido por los vicios, la codicia, la envidia, la ambición desmedida y el odio, es con la luz de Cristo. Pero esa luz de ninguna manera es aparente, superficial ni intermitente. Se trata de una luz que se manifiesta sin tapujos. Viene a romper tinieblas, a aclarar confusiones, a separar el grano de la paja y sobre todo a expresarse en un amor entrañable por los pobres y los que sufren, por lo que están solos o prisioneros, los desposeídos o abandonados. Cristo nos pide ser luz.
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