Antonio Alfaro
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Sospechoso “a priori”, culpable a “posteriori”, condenado a repudio perpetuo, “ladrón y descarado” en el diccionario del fanático, hijo de la madre que lo parió -¡que Dios la haga santa!-, villano, mal necesario, posible futbolista frustrado o masoquista por vocación, el árbitro paga en vida todos sus pecados y un poco más.

Es el imperfecto, el Caín del fútbol, capaz de darle con una quijada de burro al mejor de los partidos. “Pese” a él, algunas veces el juego transcurre sin grandes polémicas; entonces cualquier jugada, la falta intrascendente, la posición prohibida dudosa, la tarjeta serán el pretexto perfecto para el insulto de rigor vociferado a todo galillo.

Si ganara dinero por cada madrazo, sería el Donald Trump del balompié, pero en Costa Rica se embolsa ¢128.800 por juego por todo el paquete incluido.

Si pasa desapercibido, será al día siguiente un mortal cualquiera, con amigos, compañeros, esposa, hijos. Un error grueso, en cambio, ¡ni decir un horror! podría ponerle en su contra hasta el perro de la casa, el mismo que le movía la cola antes del juego dominical.

Digno de un sicoanálisis en el diván de Freud, el árbitro, valiente, arriesgado, un poco mártir o otro tanto verdugo, también merece la justa dimensión: en un juego, un simple juego, es el imperfecto. Ni él, acostumbrado a ser el odiado, querrá equivocarse como lo hizo Ricardo Cerdas. Se equivocó y así lo vamos a subrayar. Nada más.