Ana Coralia Fernández, periodista
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Cuando hice la Primera Comunión, allá por el Jurásico tardío, en el catecismo que entonces era ‘tomado’ por unas viejiticas que no hacían más que ponernos en ‘play’ y recitábamos todo el libro, nos prepararon muy bien para el examen de conciencia y quizás el paso más importante antes del la experiencia de comulgar: la confesión.
Entonces, con mi compulsiva manía de hacer bien las cosas, tomé un papel y un lápiz y con mi letrota de segundo grado, hice una lista larga y honesta de todos mis pecados.
Hoy podría decir que la mayoría eran veniales, porque, ¿qué falta grave puede cometer una niña de ocho años?
Guardé la lista en algún lugar secreto que mi memoria no registra, con la sana intención de que el ‘Día D’ no se me pasara nada por alto, pero la bandida se perdió y nunca apareció.
De pronto, empecé a ver con preocupación que todos en casa me recriminaban puntualmente cada una de las cosas que había apuntado en el papelillo y con asombro y miedo empecé a notar que sabían que era yo la protagonista de aquellos reclamos.
Por eso, no estoy muy segura de que ahora, que existe la opción de hacer el examen de conciencia desde una aplicación para el iPhone y elegir en un menú digital pecados y penitencias, yo quiera utilizar el “confession” para expiar mis culpas.
Prefiero, a la vieja usanza, cara a cara con el cura.
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