Cuentan quienes lo conocen en detalle que en nombre de sus ideas es capaz de casi todo. Que discute en los bares de Monterrey, de Guadalajara o de la Ciudad de México, como en los de San José de Costa Rica.
Su impronta se repite en el ámbito público: Ricardo La Volpe resulta invariablemente el mismo. El que grita, el que se enoja, el que mira con ojos que dicen más que sus propias palabras, el que gesticula, el que se apasiona, el que se queja.
Lo hizo siempre así. En sus tiempos de arquero naciente en Banfield o en San Lorenzo; o ya de consagrado, en México; también en sus días de entrenador que lo llevaron por distintos caminos: por tantas ciudades aztecas, por el fútbol argentino y ahora, por Costa Rica.
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