Antonio Alfaro, periodista
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-Me sentenciaron por robo agravado -me dijo el joven sin titubeos, de pie junto a la ventana del auto-. Un carnet colgando de su pecho y en su mano la oferta de dos botellas empacadas juntas, una de “nais” y otra de líquido para limpiar vidrios completaban su historia, tan explícita y amplia como se lo permite el fugaz encuentro, sin tiempo para rodeos antes de que el potencial cliente se vaya de la gasolinera.
Parte de un plan especial, con permiso para salir algunos días del centro penitenciario, la venta ambulante es su trabajo forzado, una forma de contribuir con el programa -según contó-.
Sin tiempo ni voluntad para verificar su historia, con la botella de “nais” y la de “limpiavidrios” en el asiento del lado, partí cavilando un par de viejas inquietudes. ¿Qué hacen los presos en las cárceles con tantas calles por arreglar, tantos parques por limpiar, tanta basura por recoger?
¿No deberían, con trabajo, compensar a la sociedad por el daño realizado? ¿No sería también la mejor forma de reintegrarlos?
-Me sentenciaron por robo agravado -le estará diciendo el joven a otro conductor- mientras la mayoría de presos atiborra las cárceles nacionales.
Nuestros centros penitenciarios tienen capacidad para 8.536 reos, pero actualmente hay 10.531, según nos contaba hace cuatro meses La Nación. El robo más grande es que pasen los días sin más que ver su condena pasar.
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