Álvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
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Cada segundo domingo de Cuaresma, la iglesia nos propone la Transfiguración del Señor, cuando su carne se “transparentó” y vio la divinidad que habitaba en Él. Aquel día, por unos instantes, tres discípulos vieron a Cristo tal cual es.
Jesús sube a la montaña con Pedro, Santiago y Juan y se transfiguró ante ellos. Mateo dice que «su rostro resplandecía como el sol» y que sus vestiduras estaban «blancas como la luz». Él mismo dirá: «Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no camina en tinieblas».
Y aparecen Moisés y Elías hablando con Él. Se prueba así la veracidad del acontecimiento.
Pedro dice: «Señor, ¡qué bien estamos aquí!». Emocionado, se ofrece a levantar una carpa para cada personaje, todos de gran categoría. Y mientras hablaba, los cubrió una nube luminosa, la presencia de Dios. Y una voz decía desde la nube: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo mi predilección: escúchenlo.» Es como si el Padre dijera al apóstol: Es mi Hijo. Yo mismo. Deben escucharlo. Esta es la clave para hoy.
Lo que sigue pendiente es que nosotros escuchemos a Cristo, hagamos lo que él nos diga, le aceptemos como salvador y Señor, le demos nuestro corazón.
Quizá por ello la fascinación que envolvía a los apóstoles es haga temor. La Iglesia teme ser infiel a Cristo, darle la espalda, excluirse de él, rechazarle. Pero el mismo Jesús rompe el temor y se dirige a los apóstoles, les toca, les devuelve a la realidad. La visión terminó, deben volver a la llanura. Jesús les advierte «No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
Y es cierto. Cuando llegue la hora el mundo entero será su testigo.
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