Cuando le llevaron una escultura de San José, de tamaño natural, lo primero que le llamó la atención fue su cabeza.
No concordaba con las delicadas formas de su cuerpo en madera preciosa. “Era una cara más bien fea; una máscara”, recuerda sonriente el veterano restaurador Hugo Araya Fernández.
Su idea de decapitar la imagen aterrorizó al cura párroco, pero no había marcha atrás. Cuando procedió a cortarla, se llevó la segunda sorpresa.
Era una máscara hecha con fibra de vidrio. Alguien se había llevado la cabeza original del San José, pero cayó en buenas manos.
Araya no tardó en devolverle una cabeza normal, con su barba bien cuidada y ojos vivaces.
Ha recibido también vírgenes de yeso que sus dueños acostumbran introducir al mar o en las pozas de los ríos para “que ningún familiar muera ahogado”.