Domingo 1 de abril de 2012, Costa Rica

Cuento

Martona, la “Samaritona”

Autora/ Coralia Arias Campos (q.d.D.g.)

Los ticos estamos muy orgullosos de cómo somos. No existen seres en el mundo tan singulares. Tenemos un estilo para pasar la Navidad, otro para el día de la Madre y otro para Semana Santa.

Como pertenezco al numeroso grupo que se queda en casa rezando con un ojo y con el otro viendo películas bíblicas por la televisión, en un descanso, me acordé de otros días santos, vividos en mi juventud.

En aquellos días, distinguidas damas buscaban a las jóvenes que habrían de figurar en las estampas bíblicas junto a las sagradas imágenes en las procesiones.

Para representar a la Verónica o la Magdalena, había que contar con dos cosas dificilísimas en aquella época: belleza y dinero. La caracterización era perfecta, pero lo que se lograba no era el cometido de la profesión de fe, donde el devoto ante la representación humana, medita y reflexiona acerca del pasaje representado, sino todo lo contrario: los católicos engrosábamos en filas las aceras del Parque Central, llevando sol en penitencia, para “ver la procesión”.

En los pueblos la Semana Santa se hacía como en San José, solo que no contaban con el lujo y los recursos económicos de la capital. Sí cuidaban que las jóvenes escogidas fueran las más bonitas del pueblo: altas, de finas facciones, muy delicadas y accesorios que disimulaban lo modesto del vestuario.

En el pueblo donde crecí, vivía un adinerado matrimonio campesino, con una “unicuija” como decían ellos, de dieciocho años. Muy bien alimentada, pochotona y saludable como los hatos de ganado de la finca, la muchacha medía como dos metros y pesaba no menos de doscientas libras. Se llamaba Marta, pero todos en el pueblo la llamaban Martona.

Tenía unas trenzas rubias como melcochas, tres papadas y unos ojos verdes y saltones, como bolas de vidrio. Su cara, siempre sudaba, como la de un boxeador en pleno entrenamiento. Extrañamente, su sueño dorado, era salir de Samaritana en Semana Santa. Y digo extrañamente, porque la mujer de Samaria, con su pozo y brocal, era una de las más bellas, estilizadas y finas imágenes que nos presenta la Escritura.

Ya lo dijo Quevedo: “Poderoso caballero es don dinero”. A fuerza de donativos a la iglesia, los encargados no tuvieron más remedio que concederle a Martona, el papel de Samaritana. Pero hay cosas que no se pueden comprar, como la elegancia, el refinamiento y el buen gusto.

Así las cosas, llegó el Viernes Santo y Martona, vestida con un raso baratón de charmelina, más bien parecía una tienda de campaña de un árabe en el exilio, dada la cantidad de tela que la envolvía. Las trenzas habían desaparecido para darle paso a un pelo suelto extendido sobre un manto rojo fuego, que en vez de un manto bíblico, parecía el forro de la capa de Drácula.

Como si esto fuera poco, en vez del ánfora delicada de barro fino que siempre luce la mujer de Samaria, a Martona la habían puesto sobre sus hombros, una tinaja de barro que daba la idea de que en lugar de darle unos tragos al Divino Nazareno, lo que iba a hacer, era calmar la sed de todas las legiones romanas.

Pues bien, el papá de Martona, se fue a una cantina (en aquella época no las cerraban para los días santos), a buscar a cuatro viejos para que alzaran las andas de Martona, que, (único caso en la historia de las procesiones), eran construídas en madera de Guachipelín, para que aguantara semejante carga.

Los hombres, eran de diferentes tamaños y después que la Samaritana fue asegurada a las andas con una soga, intentaron alzarla.

Con un esfuerzo digno de los titanes (los del ring y los mitológicos), fue levantada en alto, en el atrio de la iglesia frente a la mirada incrédula de todo el pueblo... pero la ley de la gravedad impuso sus principios y Martona, inclinando con su peso el anda hacia el hombrecillo más pequeño, rodó por las gradas del templo, junto con el pozo (que no era de papel de ladrillo, sino de ladrillos verdaderos), el anda, la tinaja, los viejillos y cuanto Dios creó.

La gente corría despavorida. El grito de “Perdona a tu pueblo señor” fue sustituido por el de “Botaron a Martona...” y de “Sálvese quien pueda...”. Roja de sangre y de furia, de sudor y de lágrimas, en peor estado que el Nazareno (cosa que nunca había pasado a ninguna Samaritana), regresó a su casa acostada en las andas, que era lo único que se había transformado de repente en una camilla instantánea, a curar las heridas de su cuerpo, de su orgullo herido y de aquellas contusiones que el dinero no podía reparar.

Pero estas Semanas Santas eran tan ticas, como el chorrito de agua nacida de los paredones de nuestros campos. Ella salpica de pedrería cristalina, el terciopelo lila de la humilde Santa Lucía, que se refresca y vivifíca, igual que un demacrado y sediento Nazareno, agotado en una calle de la amargura y de dolor, cuando una buena mujer de Samaria, le dio unas gotas de agua que llegarían hasta la Vida Eterna.