Sucesos
Viernes 3 de febrero de 2012, Costa Rica

Sobrevivió a percance en cañón del Virilla

Piloto cree que Dios desea que se pensione

Nicolás Aguilar R.

naguilar@nacion.com

Un día después de sobrevivir a un percance aéreo, gracias a su pericia y larga experiencia, Rogelio Navas Montero, de 61 años, está convencido de que se trató de un “mensaje divino” y, según dice, lo acatará humildemente.

“Esto fue un meneón de rama de el de arriba. Me está diciendo que ya está bueno. Voy a pensionarme; yo dejo de volar”, exclamó gesticulando con ambas manos, en la tranquilidad de la sala de su residencia ,en Rohrmoser.

Con camisa blanca, manga corta, y un pantalón gris, este hombre de pequeña estatura –a lo sumo 1,69 metros –, no parece un avezado piloto.

Pero lo es desde hace 42 años y nunca antes había enfrentado un solo accidente. Él lo cuenta con evidente satisfacción y orgullo.

La mañana del miércoles, cuando era atendido en el hospital México, se sentía mal, un poco avergonzado, pero ayer ya entendía mejor las cosas. Su actuación fue providencial; en realidad salvó su vida y la de un aspirante a piloto, de solo 22 años.

Será la última maniobra al frente de una aeronave de su vida, asegura, y recuerda que se lo prometió a su esposa y a sus hijos, con quienes lloró abrazado anteayer.

“Espero no volverme un viejo amargado. Yo le dije a mi esposa que si molesto mucho en casa, me mande al INA a un curso de jardinería”, comenta sin dejar de sonreír. Estoy frente un hombre alegre, de hablar rápido, educado.

“El Señor me guardó. Ya es suficiente; no vuelo más”, insiste.

Hoy es un sobreviviente.

Avioneta sin potencia

La emergencia solo duró tres minutos y medio, pero para Navas y el estudiante Ariel Álvarez Arce, el recorrido de un kilómetro por el cañón pedregoso y accidentado del Virilla duró un siglo.

“Ariel lleva el control de la nave y de pronto veo el hospital México muy cerca. Yo le dije que no estaba subiendo y le pedí que soltara los controles; qué no hiciera nada. Estábamos cayendo”, relató visiblemente emocionado.

Solo tenía unos segundos para evitar lo peor. Eran la muerte o la vida. “Bajé un poquito la nariz de la avioneta para ver si tomaba velocidad, pero no sirvió de nada. Me quité unos cables de alta tensión y sentí un gran alivio”.

A un lado quedaba La Uruca, con sus casas, edificios, carros y cientos de peatones. “Avisé a la torre que caería en el cañón; no había de otra”, dice. Junto a él, el joven estudiante guardaba un silencio sepulcral, pero no parecía asustado y seguía atento sus instrucciones. “Le dije que subiera sus pies para que no se fuera a golpear mucho”, recuerda Navas.

Después, cuando maniobraba casi a ras de las achocolatadas aguas del Virilla en busca de un sitio “lo más plano posible” para colocar la aeronave, el veterano piloto exclamó, casi a gritos, algo que jamás había compartido con nadie en más de cuatro décadas de trabajo. “El Señor nos está cuidando, Ariel. De pronto, una de las alas pegó en un palo y sentimos un tremendo socollón. Eso en verdad asusta; fueron segundos. La nave se detuvo; estábamos vivos”, relata con un brillo de triunfador en sus ojos claros.