Pido la palabra
De casita Ana Coralia Fernández Periodista
Los geranios huelen a ensalada. Sí, huelen a la ensalada que hacíamos chiquillas cuando jugábamos de casita. Los pétalos pintones de las chinas hacían de tomates maduros y las hojas de lotería recortadas con tapitas de betún, unas tortillas humeantes y deliciosas.
Afanosas, barríamos, lavábamos y arreglábamos el hogar imaginario.
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Las mujeres éramos una fiesta en la fantástica cocina improvisada en el patio, entre muñecos tuertos y sin calzones. Y a veces los hombres se integraban al juego.
Servíamos la mesa y en santa paz, aquel matrimonio de escenografía representaba sus papeles de acuerdo con los guiones aprendidos de nuestras propias familias. Nadie imaginaba que en unos años, la cocina estaría sola durante el día o administrada por una señora que haría el oficio por una parte de nuestro salario porque papá y mamá trabajan jornadas completas.
Tampoco podíamos saber que los muñecos consumirían pañales desechables, costosos tratamientos, educación y vestido dignos. Los verdaderos no se podían quedar con un ojo cerrado y otro desteñido como los del patio. Y sobre todo, resultaba imposible pensar que aquel matrimonio "de a mentirillas", un día estaría distante y aprenhensivo, conviviendo con el miedo a un golpe, a un grito o a un insulto, marcando todo el tiempo el silencio en la mesa, en la cama y en la vida de muchos hombres y mujeres para siempre.
La cocinilla de lata, que aprisionaba un fuego invisible en sus entrañas, nunca nos advirtió que su calor solo se mantendría vivo, con varañitas de valor, cariño honesto, lealtad y apego.
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