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Departamento de patología del hospital Calderón Guardia Trabajan entre la vida y la muerte Entre autopsias, órganos humanos y el silencio de una morgue, muchas personas laboran para conservar la vida de su prójimo Ronny Rojasronnyrojas@aldia.co.cr “Los cadáveres son sagrados. Para nosotros los cuerpos siguen siendo pacientes y aunque ya no tienen vida los respetamos y no hacemos bromas con ellos”, dice José Ramírez, jefe del servicio de Patología del Hospital Calderón Guardia. Apoyado en plancha de metal, donde se efectúan las autopsias, Ramírez explica que por trabajar tan cerca de la muerte, la gente de su departamento no se vuelve insensible ante ella. “Al contrario, somos conscientes del dolor humano y del destino final de cada uno de nosotros. Le puedo decir que a mi no me gusta ir a los salones a ver personas enfermas; esas cosas me ponen triste”, dijo Ramírez, con una bata blanca e indiferente ante un balde plástico que está en el piso, justo a su lado, donde hay un cerebro humano.
Recorrido inusual Mientras Ramírez habla, no puedo evitar analizar el entorno en el que estoy. El salón de autopsias se ve escalofriante, aunque esté limpio y vacío; su aspecto varía entre una carnicería y la cocina de un restaurante. El piso es de cerámica, las paredes están cubiertas por azulejos blancos; hay mesas de aluminio, tubos, mangueras, esponjas para limpiar y una romana donde pesan los órganos que se extraen. En un estante con puertas de vidrio se almacenan decenas de tijeras y cuchillos –la mayoría como los que usted y yo tenemos en nuestras cocinas– y hasta una lima para sacarles filo, que se utilizan para abrir los cuerpos y esculcar entre lo que queda del ser humano, una vez que su alma ya se ha ido. Estando en esa sala, no pude evitar imaginar, que cualquier día de estos bien podría ser mi cuerpo el que esté ahí, esperando a ser objeto del último examen. De la muerte a la vida Lejos de la sala de autopsias, el Departamento de patología del Calderón Guardia es un sitio donde se trabaja para conservar y mejorar la vida de los pacientes que llegan a ese centro médico.
En un cómodo edificio inaugurado hace cuatro años, trabajan 45 funcionarios; 12 de ellos son médicos patólogos y el resto del equipo lo conforman técnicos especializados en estudios de los tejidos, biopsias y disectores. También hay secretarias, auxiliares de los técnicos y el personal de limpieza. Dicho departamento fue fundado en 1950 por el médico Rodolfo Céspedes, el primer patólogo de Costa Rica y profesor de Ramírez durante la década de los 70. Una de las tareas fundamentales de ese equipo de trabajo es realizar biopsias, o en otras palabras, los análisis que se le hacen a una porción de un tejido enfermo (o incluso un órgano completo) extraído de los pacientes vivos. “El tejido se conserva en formalina y se analiza para conocer con claridad cuál es la enfermedad y el estado del paciente. Así podemos brindarle una mejor atención”, cuenta Ramírez. De las partes de los órganos se extraen pequeñas muestras que se sumergen en parafina y se cortan en finísimas hojas para que el patólogo pueda estudiarlas. Realidad En la pequeña sala donde se reciben las muestras hay de todo: diferentes partes de órganos que serán estudiadas para saber sobre los padecimientos que sufren los pacientes. Sí, ahí la muerte convive con quienes luchan por combatirla y preservar al vida. En el borde de la ventana que ilumina el aposento, hay unos vasos de vidrio con partes humanas que me recuerdan el laboratorio de química del colegio al que fui, en Santa María de Dota.
El doctor Ramírez extiende su pálida y depurada mano y alcanza entre ellos un pesado recipiente lleno de piedras redondas (parecidas a las que se encuentran en los ríos), pero que en realidad son cálculos renales. “Estas piedras pueden crecer en su cuerpo o en el mío, lo difícil es sacarlas”, dice Ramírez, con una leve sonrisa en su boca. Todo se vuelve costumbre Diana Howell es la encargada de fotografía y archivo, tiene 28 años de trabajar en el hospital y con su cámara ha visto y registrado de todo: corazones, hígados, estómagos y hasta el detalle de muchas de las autopsias. “Todo es costumbre, yo pienso más en la calidad de la fotografía que en lo que en ella se muestra”. En otra habitación, que se asemeja a una bodega, trabaja Vladimir Calderón. Su gusto por el rock clásico se puede adivinar con solo escuchar la emisora que suena en un pequeño radio que tiene en una mesa, y cuya antena receptora es una tijera de las que se utiliza en las cirugías. Él dice que hay que recurrir al esfuerzo para alcanzar metas y, en este caso, para poder escuchar su música. Vladimir se encarga de limpiar los recipientes que contienen las muestras de los órganos que se analizaron y desecharlos en una bolsa roja que se manda a enterrar al cementerio Calvo Bajando las escaleras hay una puerta con un letrero que dice “Morgue”. Cuando se abre revela una diminuta sala con una cruz en la pared y seis camas de metal, donde se colocan los cuerpos de los pacientes fallecidos para que sus familiares puedan vestirlos y sacarlos del hospital...listos para recorrer su último camino.
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