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Muchos ticos tratan con indiferencia y crueldad a los animales Crónica de una mañana en compañía de un perro callejero Se calcula que en Costa Rica hay 1,3 millones de canes que están abandonados Ronny Rojasronnyrojas@aldia.co.cr Son las 6 de la mañana y los rayos del sol comienzan a calentar los techos de las casas. Estoy sentado en una parada de buses frente a la Biblioteca Carlos Monge, en la Universidad de Costa Rica. En la calle hay pocos carros y se ve alguna gente que camina apresurada. Sobre la fría acera de concreto, y sin más protección que su delgada y brillantísima capa de pelo negro, duerme una perra callejera, con su cuerpo tan enroscado que su hocico roza sus patas traseras.
La luz de la mañana y el estruendo de los buses la despiertan poco a poco. Su cuerpo tiembla como gelatina y se nota que el frío se le metió hasta los huesos. El animal abre sus ojos, levanta la cabeza y se queda ahí, quieto y sin apuros, con sus orejas bajas. Minutos después se incorpora y, como un ritual mañanero, comienza a olfatear caños, aceras y hasta las puertas de las estrechas pizzerías que abundan en esta calle, en busca de su desayuno. Con una notable agudeza, que solo brindan los años de abandono, se fija a ambos lados de la calle, antes de cruzarla con rapidez. Su búsqueda lo lleva hasta una pequeña montaña de basura maloliente en plena calle. Allí encuentra un paquete vacío de mortadela y con ganas lame la baba amarillenta que hay en su interior. Mientras come a un lado de la vía, un taxista pasa veloz y acomete en su contra con un escandaloso pitazo. El hombre casi la atropella, arrastró la basura y continúa su camino con una gran sonrisa. Con hambre, pero feliz La búsqueda de alimento acabó, al menos por ahora, y el animal vuelve a su parada de buses, y se vuelca sobre la acera. Y a pesar de la dura situación, esta hermosa hembra de pelo negro y una mancha blanca en el pecho, tiene una mirada amable y no puede dejar de mover su inquieto rabo, mientras los ticos siguen indiferentes ante su presencia. Se queda dormida bajo los cálidos rayos del sol, aunque de vez en cuando, las pulgas que anidan en su cuerpo la obligan a despertar. Ya son las 8 a.m. y se acerca otro perro, un poco más peludo y de color café. Ambos deben ser viejos conocidos, porque de inmediato corren hacia una zona enzacatada y allí pasan largo rato jugueteando; mordisqueando pequeñas ramas en el suelo o lamiendo una botella plástica que encontraron. En eso están estos dos amigos, cuando se percatan de que no muy lejos, caminan dos mujeres con un diminuto perro negro. Los inquietos callejeros corren hasta alcanzarlos, y al llegar, olfatean a la pequeña mascota casera, a quien las hermanas Yolanda y Lorena Murcia, llaman “Nochi”. Estas dos mujeres, de San Pedro de Montes de Oca, serán las únicas personas en acariciar a los perros de la calle en toda la mañana. Incluso ellas les dan agua en un pequeño vaso plástico, ante la temerosa mirada del pequeño “Nochi”. Las Murcia siguen su camino y otra vez, estos canes sin nombre, se quedan solos con el hambre que les carcome el estómago. Parece ser una cruel e inevitable rutina. De las numerosas sodas que están frente a la UCR, sale un delicioso aroma a gallo pinto, mientras la realidad de estos animales les niega hasta la porción más pequeña de alimento. De hecho, esa perra negra que acompañé durante toda la mañana, no comió un bocado digno de tranquilizar su estómago, hasta que le di un pedazo de carne y un trozo de pan que compré por ¢500. Y después de comer, aquel tierno animal se mantuvo a mi lado durante la próxima hora, cuando decidí dejar ese lugar; preguntándome si los seres humanos somos conscientes de lo mucho que podríamos hacer por estas criatuaras, y de lo poco que realmente nos costaría una buena acción. ¿Usted que opina?
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