Nuestro amado fútbol

El peor dopaje que existe es la indiferencia

A pesar de la gravedad de la denuncia, no pasó a más. Hace 15 años un jugador del proceso eliminatorio a Italia 90 confesó que algunos compañeros se dopaban.

Dio el nombre de las pastillas que les recetaba un miembro del cuerpo técnico, y admitió que el uso de la misma fue frecuente, durante los partidos que desembocaron en la primera clasificación a un mundial mayor.

Los exámenes que esporádicamente se han hecho en el fútbol confirman la tendencia. Varios jugadores dieron positivo, aunque todos alegaron inocencia. En realidad muy pocos atletas en el mundo admiten culpa.

Un informe de 1992, elaborado por varios estudiantes universitarios, entre ellos la después silbatera Ave María Alpízar, despejó las dudas: el 31,5% de los futbolistas admitieron haber consumido sustancias prohibidas y un 11,01% más consideraron posible ingerirlas.

Por eso es hipócrita abrir los ojos desorbitadamente ante el televisor, cada vez que un ciclista es bajado de su “bici” en pleno Tour de Francia. Acá hay pedalistas que estuvieron a punto de morir por efecto de las drogas, consumidas en su apogeo como figuras de la Vuelta tica.

Del dopaje sanguíneo escuché hablar en el país allá por el año 86, cuando dos entrenadores de ciclismo vivían en un constante desafío. Aunque se haya quedado en la intimidad de las familias, me atrevo a asegurar que alguna muerte del ciclismo criollo tuvo como detonante el consumo de drogas.

Ahora que el fútbol es una maquila de exportación, con clubes y “dirigentes” cuyo sueño es vender un jugador a Europa (aunque sea para jugar con pelota de nieve), hay que despertar la conciencia dormida del fútbol local.