Roxana Zúñiga Quesada
PERIODISTA
ropazu@racsa.co.cr
La semana pasada (antes de los aumentos de luz, taxis, comida, petróleo y demás) comentaba acerca del hombre más feliz del planeta, un monje tibetano de origen francés. (Obviamente el cielo lo bendijo con no vivir en Tibás).
Este jueves el tema es: ¿qué le proporciona más contento al costarricense? Para mí, el choteo.
Basta con ir a la avenida central y quedarse un rato. El gran alborozo de toda persona que pasa es si alguien está cantando, bailando o recitando (como en una Chungalandia moderna, pero sin la bolsa de golosinas que regalaban).
El rostro de los peatones se desborda de alegría y ellos alientan al inocente “artista” a continuar su presentación, aunque parezca un congo al que le cortan la cola. El supuesto apoyo no es más que ganas de seguir burlándose del incauto (a), quien erróneamente se siente como “El Potrillo”, el ave nacional de México o la Paquita del Barrio (rata de dos patas…) Un zoológico del son.
En el estadio, laboratorio del arte de mofarse del prójimo, el ambiente se concentra de regocijo cuando frente a la gradería transita un guardia civil. (El pobre solo hace su trabajo). Los gritos destemplados de la manada, con su huuuuuuuuuy…, o los silbidos acompasados representan un deleite supremo.
Un resbalón, con sentonazo, hacen brotar las lágrimas de la diversión.
Cada pueblo es como se entretiene. Y del mismo modo recibe, porque los políticos cada día nos aturden con su huuuuuuuuuuy.
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