Álvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
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Las despedidas son siempre tristes. Por más que estemos convencidos de que las personas estarán mejor adonde van, o que donde yo vaya estará más feliz, siempre es duro decir adiós.
Lo mismo le sucede a Jesús. Él culmina su misión, pero nos ama y conoce nuestra fragilidad. Por ello, ante la inminencia de su regreso a la gloria del Padre, nos hace una hermosa promesa: rogará al Padre para que nos envíe otro Paráclito. La palabra “paráclito” tiene muchos significados, entre ellos: abogado, protector, consolador o defensor. Jesús ha sido nuestro Paráclito, pero como debe irse, dejará uno “nuevo”, el Espíritu Santo, el amor de Dios hecho persona, que Él con el Padre envían para fortalecer la Iglesia y confirmarnos en la fe.
Esto nos mostrará por fin a la Santísima Trinidad. Además, nos enseña la totalidad del plan que Dios había establecido desde antiguo. Se trata de un camino que es iniciativa del Padre, que en el principio creó al mundo y al ser humano. Arruinada la creación por el pecado del hombre, el Padre decide restaurarla enviando a su Hijo para salvar al mundo. Finalmente, el mismo Padre, por su Hijo, provoca la venida del Espíritu, para que nos consagre en la verdad.
“No les dejaré huérfanos”, dice Jesús, y esta promesa la cumple a plenitud. El Señor, que asumió la redención pagando la factura pendiente con su propia sangre quiere garantizar que su obra tenga permanencia y pleno desarrollo, que se consolide en verdad. Esa es la tarea de la tercera Persona Divina. El Espíritu Santo hará que la presencia de Cristo sea permanente para la Iglesia, que el consuelo del Salvador sea constante para todos nosotros.
Desde Dios todo está listo ya. Pero una vez más se nos urge a que entendamos que ahora todo depende de nosotros, de nuestra capacidad de asumir la voluntad del Padre, de que cumplamos los mandamientos de Cristo, de que vivamos una entrega total al Redentor.
El papa Benedicto en los Estados Unidos dijo a los cristianos que debemos vivir en constante contacto con el fundamento de nuestra fe, lo que llamamos doctrina, pero que ella no es simplemente un paquete de definiciones, de dichos o frases. Según el Santo Padre la vida del creyente, la verdadera experiencia cristiana, es un esfuerzo diario, un testimonio recio, debidamente cimentado en aquella base doctrinal.
Vivir ese testimonio cristiano constante nos aclarará el camino, nos llevará a respetar a los demás, seguir la palabra de Dios, hallar la verdad, ejercer el sacerdocio de Jesucristo como pueblo elegido y nación santa. En síntesis, solo cuando la totalidad de los bautizados asuma la condición de testigos fieles de Cristo, el mundo hallará la senda de su perfección.
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