Amado Hidalgo
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Aunque por años estuvo semi abandonado, el Estadio Nacional fue, es y será el refugio de los mejores sentimientos futboleros de este pueblo apasionado por la pelota. El mejor de todos: el cabezazo de Pastor Fernández que nos puso en el verano italiano más recordado por todos los ticos.
En su interior se levantaron héroes del ciclismo en su coronación suprema, desfilaron presidentes para recibir la bendición popular, se jugaron inolvidables finales del fútbol y México cayó bajo dos dardos de la “Pantera” Smith.
Ese monumento estuvo ajeno al interés de quienes hoy dicen defender el supremo bienestar del país, objetando la construcción del nuevo estadio. Uno de esos personajes también faltó a su compromiso de custodiar una finca que pertenecía a la Sinfónica y hoy, contra la voz del pueblo, pretende erigirse como el máximo guardían popular.
Algunos quieren notoriedad a costa de las ruinas del Estadio Nacional. Gruñen cuando les recuerdan la finca que pertenecía al arte y que hoy es patrimonio de una familia, pero dictan cátedra de elocuencia para justificar un recurso de amparo que ha dejado al futbol desamparado.
Don Guido Sáenz fue Ministro de Deportes en dos ocasiones, aunque no dejó una sola huella en el ámbito deportivo del país. Ahora, como civil anónimo, ha logrado que toda la nación vuelva sus ojos a él, mientras sangra el corazón futbolero de un pueblo herido en sus recuerdos y traicionado en sus ilusiones.
Después de destruido el viejo estadio, ningún argumento es válido si su consecuencia es que de esas ruinas no emerja un nuevo refugio para las ilusiones futboleras de todos.
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