Mauricio Astorga, actor
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México. La semana pasada les contaba de mi regreso al mundo de las pesas y bicicletas estacionarias. A esa cámara de tortura china llamada gimnasio.
De entrada, te hacen las preguntas de rutina, ante las cuales no queda más remedio que admitir que uno tiene una condición física paupérrima.
En la mirada del instructor se puede leer lo que piensa: “Este no va a durar”. Y eso mismo pensaba yo cuando comencé con las rutinas de ejercicios. ¡Dios mío! ¿Cómo me metí en esto?
Nada sería tan terrible si no fuera porque alrededor de uno hay un montón de “profesionales del gimnasio”. Esas personas que van casi a diario, saben de memoria las rutinas, conocen todas las máquinas, son amigos entre ellos y son de pellizco en nalga con los instructores. Los que visten el “look” perfecto de gimnasio y lucen como pez en el agua.
En cambio uno parece “timburil” recién pescado: boqueando, ojos pelados y sudando frío. Siente que todos lo miran y piensan “mirá, pobrecillo. Ve qué cuerpo... ¡ve qué facha!”.
Pero eso no es nada comparado con lo que sucede al día siguiente, cuando duelen los brazos, piernas, pecho, abdomen y hasta el pelo. Es ahí donde uno decide si seguir o mejor quedarse en casa, ver “tele” y llamar una pizza express.
En mi caso, superé mi récord de asistencia. ¡Llevo tres días! Espero durar, creo que el esfuerzo vale la pena.
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