Ana Coralia Fernández, periodista
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Hace unos años ambas nos sentábamos frente a la pantalla de la tele. Ella me preguntaba por qué el malo era tan perverso, por qué el bueno tardaba tanto en triunfar, por qué los finales felices duraban tan poco frente a años de padecimientos.

Yo trataba de resolver las respuestas, enfocándome en la teoría y no en mi falible experiencia, pues algunas de las preguntas aún eran tareas por resolver en mi propia vida.

A veces, asumí el papel de la oficina de censura: analicé y prohibí algunos contenidos, función de la que aún no me arrepiento por las sabidas malas consecuencias que puede tener una pantalla sin control.

Me sorprendí el otro día en una situación similar; sin embargo, el tiempo que todo lo cambia a su antojo y que nos mueve como piezas de ajedrez hasta ponernos en jaque, cambió con su magia los papeles. Sentada con mi hija ya adulta frente a la pantalla de la compu, ahora era yo la que hacía las preguntas asombrada por las maravillas de YouTube y FaceBook, reconociendo a la vez mi analfabetismo cibernético ante su pericia para encontrar, buscar, rechazar y capturar información.

Ella me explica con paciencia los por qué, los cómo, los adónde y las ilimitadas carreteras virtuales de Internet, porque yo soy quien necesita instrucciones para comprender, ya no a la ballena Josefina o Mazinger Z, sino el modernísimo lenguaje binario.