Alvaro Sáenz Zúñiga
Presbítero
asaenz@liturgo.org
Seguimos con el tema de la semana pasada. Cuando Jesús llegó a predicar a su pueblo la buena noticia, los suyos no lo recibieron. Jesús llama hoy a los 12 que había elegido como apóstoles y los envía a anunciar la buena noticia del reino a las gentes, empezando por Israel.
Un sacerdote muy apreciado ve este texto como “un envío envuelto en toda clase de precauciones y cuidados”. En el pasaje, Jesús no ahorra indicaciones ni señalamientos para sus apóstoles. Les ayuda, así, a superar todas las posibles dificultades que enfrentarían por el camino y a mantenerse firmes, no solo en el anuncio del Evangelio, sino, sobre todo en su propia integridad.
Jesús sacó a sus apóstoles de sus ocupaciones para enviarlos al nuevo trabajo, como hace Dios con Amós quien, sin haber tenido nunca la misión específica de ser profeta, fue sacado de entre las ovejas para anunciar la palabra de vida.
El enviado por Dios debe desarraigarse de su realidad para ir a una nueva tarea: evangelizar y hacer todas las tareas que la Iglesia asume para lograr la extensión del reino.
El evangelizador, por su parte, sabe que su tarea es una sola: anunciar a Jesucristo, muerto y resucitado. Como dice San Pablo en la carta a los Efesios, la tarea es hacer que todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, se reúnan como un cuerpo alrededor de Jesucristo para que lo tengamos como cabeza de ese cuerpo.
El evangelizador anuncia a Cristo. Acojamos esa palabra de vida y, siendo transformados por ella, preparémonos para servir a Dios en los hermanos, sobre todo en los que sufren.
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