Álvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
asaenz@liturgo.org

La iglesia interrumpe el ciclo dominical del Tiempo Ordinario para celebrar con solemnidad a todos los Santos, es decir a todos los que, habiendo vivido de acuerdo con el modelo de Jesucristo, gozan ya de las alegrías perpetuas en el reino de los cielos. A muchos de ellos los conocemos por sus nombres. Unos son contundentes como María Santísima y los apóstoles, o muy famosos como Francisco de Asís, Teresa de Jesús o Ignacio de Loyola. Otros son más cercanos a nuestra época como el Santo Padre Pío de Pietrelcina o la Madre Teresa de Calcuta. Pero la inmensa mayoría son anónimos. Acaso su fama no sea tanta como para que se les reconozca, pero como sus vidas fueron verdadero homenaje al amor de Dios en la tierra, gozan ya de la gloria perpetua. A ellos los celebra hoy la Iglesia, el domingo 1 noviembre.

Y la propuesta bíblica es sencilla y muy vinculada a la fiesta. Mientras el vidente del Apocalipsis los ve como muchedumbre incontable formada por gentes de todas las naciones, familias, pueblos y lenguas, el Evangelio los llama “bienaventurados”, “felices”, “dichosos”. Ahora bien, en la ironía de la palabra de Dios, esa bienaventuranza es a futuro y directamente proporcional con el estilo de vida que llevemos en esta tierra. Santo será quien se abrace a la cruz de Cristo, quien sepa renunciar a los beneficios materiales, quien escoja la humildad, quien trabaje por la paz, quien en su vida sea perseguido por causa de la santidad.

Ésos, los que en la tierra prefirieran el camino difícil y sufriente de Cristo, recibirán al final de sus vidas una recompensa eterna.