Álvaro Sáenz Zúñiga
Presbítero
asaenz@liturgo.org
Llama la atención cómo, después de haber escuchado a Jesús hablar de su pasión, los apóstoles siguen sin entenderlo. Cierto es que a nadie le gustan las malas noticias, pero conviene que pongamos los pies en la tierra y asumir el proyecto de Dios.
Nos conviene asumir el proyecto divino. Por eso Jesús instruye a sus apóstoles para que no se hagan ilusiones, no esperen mesianismos engañosos. Les dice: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará”.
Pero los discípulos siguen en lo suyo y, nada preguntan. En el fondo rehusaban la verdad, se refugiaban en sus ideas y fantasías de un mesianismo triunfalista.
Y Jesús sigue purificando sus mentes. Por ello, ya en casa, quiere saber qué conversaban por el camino. La respuesta es frustrante porque mientras él les proponía su pasión, ellos discutían sobre acerca de “quién era el más grande”.
Jesús, lejos de echarles en cara su insensatez, enfoca la enseñanza diciéndoles: “El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y servidor de todos”. Y para ser más claro pone a un niño en medio. ¿Por qué un niño?, porque son frágiles, porque eran relegados en aquella época y porque no tienen ambiciones, sino que se abandonan en los brazos de sus padres confiándoles su vida. Jesús dice que recibir a un niño es recibirlo a Él y, en Él, al mismo Padre Dios.
El reino de los cielos se construye en sencillez, ejerciendo nuestra libertad, asumiendo nuestros deberes y responsabilidades; amando, sirviendo, siendo sumisos al proyecto del Padre, a imagen de Jesucristo.
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