Álvaro Sáenz Zúñiga, Presbítero
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El tercer domingo de Pascua propone un nuevo encuentro de los apóstoles con el Resucitado, encuentro en el que también resulta difícil reconocerlo. La escena reproduce la pesca milagrosa que otros evangelistas ubican en el inicio de la predicación de Jesús. Juan la propone más bien al final, en un encuentro con el Señor Resucitado que les certifica su gloria.
“¡Es el Señor!”, dice el discípulo amado a Pedro y este, medio acomodándose la ropa, nada hacia Él. Quiere enfrentarse con aquel a quien ya ha negado tres veces.
Al llegar a tierra, los apóstoles encuentran a Jesús y, además, un pedazo de pan. Desde la resurrección, la presencia de Jesús va a ir pasando más y más de algo físico a algo todavía menos evidente: un pedazo de pan. Todo creyente, miembro de la Iglesia, sabe que el pan partido que Jesús nos da es presencia real suya, que consolida nuestra fe y nuestra Iglesia.
No nos extrañe, pues, que desde el día de la resurrección sigamos reunidos alrededor de la mesa. Uno de nosotros, ordenado a este oficio, parte el pan como Cristo, y todos lo compartimos, reconociendo a Jesús en medio de nosotros.
El encuentro dominical con el Resucitado en el pan partido es más que alimentarse.
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